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Fuerte aumento al salario mínimo en México: ¿Echamos las campanas al vuelo?

Los especialistas han advertido que este aumento, por muy espectacular que parezca y más allá de sus innegables beneficios para quienes ganan menos, no recupera automáticamente el poder adquisitivo perdido ni alcanza a toda la población económicamente activa


El 1 de diciembre pasado se anunció un aumento del 20% al Salario Mínimo General (SMG) en México, con lo que llegará a un incremento de 110% desde que Andrés Manuel López Obrador inició su periodo presidencial. Para enero de 2024, cuando entre en vigor el aumento, el SMG habrá pasado de 88 pesos mexicanos diarios (4.66 euros/ 5.13 dólares estadounidenses) en 2018 a casi 249 pesos diarios(13.20 euros/ 14.50 dólares estadounidenses), y México permanecerá como el país con mayores aumentos en este rubro de toda América Latina

Este aumento es impresionante a primera vista si lo contrastamos con los casi 30 años anteriores, en los que los salarios estuvieron prácticamente congelados y se establecieron topes salariales para asegurar “estabilidad”. El nivel más alto que alcanzó el salario mínimo fue en 1976; de entonces al año 2016 hubo un deterioro de poder adquisitivo de no menos del 75%. Esta política neoliberal, sumada al ojo de hormiga de las autoridades laborales ante las violaciones flagrantes a los derechos laborales y sindicales, acarreó una precarización sin precedentes, empobrecimiento de las familias, aumento de la desigualdad, crecimiento de la migración a los Estados Unidos y, obviamente, mayor enriquecimiento de los empresarios a costa del bienestar de las y los trabajadores. 

Así que, en principio, el aumento son buenas noticias para un país en el que hasta 19 millones de personas ganan un salario mínimo o menos, lo que les ubica debajo de la línea de la pobreza. Las cifras de este gobierno estiman que poco más de 5 millones de personas han superado la línea de la pobreza extrema en los últimos cinco años, y señalan que 4 millones se le pueden atribuir directamente a los aumentos al SMG, mientras que la subida de las remesas y las transferencias de los programas sociales aportarían una parte más. Nunca será despreciable que haya menos personas sufriendo por comida y techo, aunque no sea suficiente para considerase un salario digno o redistributivo. 

Y, contrario a lo que se vaticinaba desde el sector empresarial, no se desataron los jinetes del apocalipsis como efecto del aumento del salario mínimo: la inflación no se disparó, el empleo no se desplomó ni la demanda se hundió. Es más, tanto empresarios como sindicatos blancos —hoy reconvertidos convenientemente a defensores de la clase obrera e interlocutores privilegiados del Ejecutivo federal— celebraron la “paz laboral” y el aumento acordado por la Comisión Nacional de Salarios Mínimos, un órgano descentralizado en el que participan el gobierno, representantes patronales y representantes de algunos sindicatos. 

Pero las voces de especialistas han advertido que este aumento, por muy espectacular que parezca y más allá de sus innegables beneficios para quienes ganan menos, no recupera automáticamente el poder adquisitivo perdido ni alcanza a toda la población económicamente activa, y sí distrae de un deterioro salarial generalizado que lleva más de 30 años. Si esta y la siguiente administración están decididas a efectivamente mejorar la situación del pueblo, no se pueden descuidar los aspectos que apuntalarían la recuperación salarial generalizada y una distribución del ingreso menos injusta. 

Beneficiados y no tanto

El reciente aumento al salario mínimo no implica que el 1 de enero de 2024, cuando entra en vigor, toda la masa trabajadora amanezca con un mejor salario. El único aumento automático sería para las personas que efectivamente ganan hasta un salario mínimo y tienen empleo formal.

Aunque el oficialismo ha estimado en 9 millones de personas las que se verán beneficiadas con este nuevo aumento, para las personas que ganan más de un salario mínimo el impacto ha sido menor. En un intento exitoso por mantener sus tasas de ganancia con base en bajos costos laborales, los patronos han recurrido a la práctica de despedir a las personas con más de dos salarios mínimos y recontratarlas con un nivel salarial menor. Esto es posible debido no solamente a su falta de escrúpulos, sino a las deficiencias en la vigilancia de las autoridades laborales, que tienen un número ínfimo de inspectores. 

Por su parte, los salarios contractuales —aquellos que se fijan en las negociaciones de los Contratos Colectivos de Trabajo— han tenido descensos en términos reales. Los sindicatos democráticos tienen un ojo en los aumentos al SMG para sus negociaciones, pero en un país donde la sindicalización efectiva y libre no es ni de cerca la regla, el poder de la clase trabajadora para elevar sus salarios a la par que el SMG es muy débil. 

De esta forma, las personas que ganan entre uno y dos salarios mínimos aumentaron del 15.9% en 2018 al 33.2% en 2023, mientras que las personas que ganan entre 2 y 5 salarios mínimos disminuyeron del 31.4 %al 12.7% en el mismo periodo. Además, la participación de los ingresos salariales en el Producto Interno Bruto frente a las ganancias empresariales —que es una medida de la redistribución de la riqueza— ha avanzado muy tímidamente.

Obviamente, las personas que trabajan en el sector informal de la economía son nulamente beneficiadas por estos aumentos. Aunque ha habido intentos por reducir la informalidad, ésa se sigue colocando en el 55% de la población económicamente activa. 

Por todo ello es que los especialistas desde la izquierda nos insisten enfocar como el verdadero problema el deterioro salarial generalizado y persistente y la precariedad laboral. 

Con los últimos aumentos —los iniciados en los dos últimos años del sexenio peñista y los realizados durante el obradorista—, se recupera apenas una tercera parte del poder adquisitivo perdido por el salario mínimo entre los años 1976-2016. Sin embargo, para lograr que el salario sea como dicta la Constitución —deberán ser suficientes para satisfacer las necesidades normales de un jefe de familia, en el orden material, social y cultural, y para proveer a la educación obligatoria de los hijos—, una persona todavía debe ganar casi cinco salarios mínimos. 

Sería esperable que un gobierno de izquierda se concentrase en impulsar reformas y políticas valientes además de los aumentos al salario mínimo: incrementar la vigilancia sobre las acciones de los patronos que se niegan en los hechos a subir los salarios; acabar con la sindicalización simulada que sigue dominando a pesar de la reforma laboral; buscar acordar un salario mínimo regional con los vecinos y principales socios comerciales, Estados Unidos y Canadá, con quienes hay una diferencia salarial abismal; eliminar los topes salariales de los salarios contractuales; mejorar los salarios del sector público y castigar que la ganancia de los patronos se base en la precariedad laboral.


*La autora agradece la colaboración de Luis Bueno Rodríguez y Luis G. Rangel, investigadores del Centro de Apoyo a la Libertad Sindical (CALIS)

Madrid –

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