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Los dilemas de Lula, veinte años después

El Brasil de 2023 guarda poco parecido con el Brasil de 2003, momento en el que Lula asumía la presidencia por primera vez


La victoria de Lula sobre Bolsonaro cumplió un año el pasado 30 de octubre. En las redes sociales, activistas de izquierda, movimientos sociales, parlamentarios y líderes políticos recordaron la fecha con alegría y alivio. Sin embargo, un año después, está claro que los desafíos para reconstruir las conquistas sociales siguen siendo inmensos. El Brasil de 2023 guarda poco parecido con el Brasil de 2003, momento en el que Lula asumía la presidencia por primera vez.

La victoria de Lula tuvo repercusiones que fueron más allá de la política brasileña interna. Imagínense lo que significaría, ante una de las agresiones más cobardes en la historia del conflicto entre israelíes y palestinos, que el gobierno de un país como Brasil estuviera plenamente alineado con la defensa del régimen del apartheid liderado por Netanyahu. Si bien las políticas del gobierno brasileño  y del propio Lula no contemplan una ruptura con Israel, es notable el papel que jugó la diplomacia brasileña en las últimas semanas al liderar el Consejo de Seguridad de la ONU a favor de un alto el fuego inmediato en Gaza.

No obstante, es a nivel nacional donde la victoria de Lula representa un punto de inflexión. Desde antes del ‘impeachement’ contra Dilma Roussef, en abril de 2016, Brasil vive una ofensiva conservadora sin precedentes. Los impactos de la crisis económica global —que apenas llegó al país hace una década— abrieron una disputa que involucró a la coalición de gobierno, la oposición, los medios de comunicación monopolistas, el poder judicial —y por supuesto— actores internacionales.

Reformismo débil y pacto conservador

Hasta 2013, la coalición de gobierno encabezada por el Partido de los Trabajadores (el PT), incluía a gran parte de los sectores económicos y sociales responsables de implementar la agenda neoliberal en los años 90. Pese a ello, ante un contexto de crecimiento económico global y ante una mayor demanda de productos brasileños, la entrada de recursos garantizada lo que uno de los principales ideólogos del PT denominó como “reformismo débil”. Mientras el gobierno ampliaba la red de protección social con programas de gran impacto en las áreas de salud, educación y subía el salario mínimo y las pensiones por encima de la inflación; los bancos y la agroindustria estaban obteniendo beneficios multimillonarios como nunca antes lo habían hecho. En ese contexto, la formación de una mayoría política fue relativamente fácil y obedecía a una voluntad de compartir espacios con el Estado a cambio de garantizarse el apoyo parlamentario.

La persecución judicial contra líderes de izquierda, la exigencia de un fuerte ajuste en materia fiscal demandada por los mercados, el cuestionamiento de las políticas sociales y el terrorismo mediático sostenido por el descontrol de las cuentas públicas, terminaron por erosionar la base social de apoyo al reformismo lulista

Con los primeros coletazos de la recesión, esta estrategia quedó en entredicho. La persecución judicial contra líderes de izquierda, la exigencia de un fuerte ajuste en materia fiscal demandada por los mercados, el cuestionamiento de las políticas sociales y el terrorismo mediático sostenido por el descontrol de las cuentas públicas, terminaron por erosionar la base social de apoyo al reformismo lulista. No es por tanto casual que el golpe parlamentario contra Dilma contara con el apoyo de la inmensa mayoría de la sociedad brasileña —también contaminada por las altas dosis de misoginia—.

Después del ‘impeachement’ Brasil experimentó lo que Naomi Klein llama la “doctrina del shock”. Debilitadas las defensas de los movimientos sociales y de la clase trabajadora, la vieja derecha impulsó una agenda sin precedentes de ataques a los derechos sociales. Se pusieron en marcha privatizaciones basadas en el desmantelamiento de las políticas de protección a los más desfavorecidos, reformas laborales y de pensiones, se garantizó la autonomía del Banco Central e incluso un sistema de bloqueo del gasto social. La política cayó en descrédito. Lula fue arrestado sin pruebas y Bolsonaro elegido con la complicidad de la vieja derecha y de buena parte de los grandes medios de comunicación. Más de 40 millones de brasileños volvieron a vivir por debajo del umbral de pobreza.

La legitimidad de Bolsonaro sólo empezó a ser cuestionada a partir de la pandemia del COVID-19, momento en el que asumió públicamente la agenda negacionista contribuyendo así a llevar a Brasil al más absoluto desastre: más de 700.000 muertos, es decir, el 11% de las víctimas del planeta, pese a que el país solo tiene el 3% de la población global. Pese a ello, en las elecciones recibió el apoyo de varios de los viejos partidos de derecha que ahora nuevamente se acercan a Lula. El propio presidente de la Cámara de los Diputados, Arthur Lira, reelegido con el apoyo del PT en enero de este año, admitió públicamente su apoyo a la candidatura de extrema derecha en 2022.

Esto se debe a que Bolsonaro estableció una dinámica sin precedentes en la relación del gobierno con el Congreso. Si durante los gobiernos del PT la formación de una mayoría parlamentaria estaba asegurada por la división de diferentes facciones del Estado entre los partidos de derecha y centroderecha, fue el propio Bolsonaro quien fue más allá y les entregó porciones enteras del presupuesto a partidos aliados a través de un mecanismo conocido como “El presupuesto secreto”. Un mecanismo que permitió a los diputados conservadores definir ellos mismos las prioridades del gasto del Estado brasileño.

El conflicto entre el programa electo y el perfil del parlamento brasileño

Lula ganó las elecciones presidenciales liderando una coalición compuesta esencialmente por partidos de izquierda y centroizquierda. Su programa representa un claro cambio de rumbo con el desmantelamiento impulsado desde el golpe contra Dilma. Sin embargo, debemos entender que su victoria también dependió de las divisiones dentro del propio bloque de las clases dominantes, lo que le permitió a Lula ganar por un estrecho margen inferior al 2% de los votos. Esto supuso la creación de un ambiente propicio para que Lula, incluso antes de la formación del nuevo gobierno, indicara a los partidos, especialmente a aquellos que perdieron cuotas de poder en la vieja derecha con el ascenso del bolsonarismo, asumieran ahora posiciones estratégicas en la gestión gubernamental.

Así  sucedió con los ministerios como el de Planificación, Agricultura, Comunicaciones y Ciudades, controlados por partidos que estuvieron en primera línea del golpe contra Dilma. Además, la correlación de fuerzas en el parlamento representa el programa salido de las urnas. Alrededor de los 3/5 del Congreso están integrados por diputados de la derecha fisiológica o centroderecha; pocos menos de 1/5 están compuestos por diputados bolsonaristas, y poco más de 1/5 son diputados de izquierda y centroizquierda.

Esto significa que Lula tiene que lidiar constantemente con amenazas del bloque que controla la Cámara de Diputados y el Senado Federal. Episodios recientes, como cuando el parlamento aprobó medidas encaminadas a debilitar a los ministerios de Medio Ambiente y Pueblos Indígenas, son la expresión más visible de la presión de la vieja derecha sobre el gobierno. Esta es una de las señales de nuestro tiempo: Brasil ya no crece como antes y la posibilidad de un pacto nacional ya no existe. Las prioridades del Estado se disputan una a una entre diferentes clases y las élites económicas no están dispuestas en hacer ninguna concesión.

Los desafíos de la gobernanza “fría”

Por si no fuera poco, después de tres años de gobierno ilegítimo de Michel Temer y de cuatro años de Bolsonaro, existe un evidente hastío en buena parte de la sociedad brasileña ante la polarización. Esto no hace mas que reforzar la tendencia hacia un gobierno frío por parte de Lula. Es decir, mientras en otros países el foco está en la presión popular en defensa del cumplimiento del programa de cambio resultante de las urnas —como es el caso de Colombia con Gustavo Petro—, en Brasil Lula intenta repetir la fórmula utilizada en sus gobiernos anteriores pero en un contexto totalmente diferente.

No es que ahora hayamos dejado de defender todo aquello a lo que nos hemos enfrentado hasta ahora. En los primeros meses de gobierno, Lula lideró personalmente una cruzada contra la política de intereses del Banco Central brasileño que mantenía las tasas más altas del mundo, enriqueciendo así a una minoría y desalentando las inversiones productivas. Una encuesta realizada al final del primer semestre muestra como el 88% de los brasileños y brasileña  apoyan la posición de Lula. Una victoria incuestionable en la opinión pública. Otro ejemplo ocurrió hace apenas unos días, cuando el presidente anunció que no sacrificará las inversiones sociales para cumplir con la meta de déficit cero en las cuentas públicas de 2024. El mercado y sus portavoces mediáticos atacaron duramente esas declaraciones, pero lo cierto es que la solidaridad popular entorno a Lula volvió a hacerse sentir.

El problema es que Lula no siempre elige ese camino. La aprobación de la tributación de los fondos y sociedades offshore, que hasta entonces estaban exentos de pagar impuestos, sólo fue posible tras la designación de un nombre vinculado a Arthur Lira, presidente de la Cámara, para presidir uno de los bancos públicos más importantes del país. No hubo ningún llamado de la sociedad a favor del proyecto ni ninguna forma de movilización popular.

Al cabo de un año, las encuestas muestran que las promesas electorales de Lula cuentan con el apoyo de la mayoría de la sociedad, si bien es cierto que los niveles de aprobación del presidente y su gobierno no se parecen ni remotamente a los del primer ciclo de gobierno del PT. En cualquier caso, el desafío de la gobernabilidad es considerado el más ambicioso para Lula. Eso sí, sin contar con la movilización popular, el presidente podría acabar rodeado, una vez más, de hienas.


Traducción: Dina Bousselham

Madrid –

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