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Fascismos y extremas derechas, un análisis en profundidad

Utilizar un mismo concepto para explicar dos fenómenos distintos, incluso separados en el tiempo, no implica sostener que sean idénticos, sino señalar una serie de semejanzas estructurales que permiten entenderlos mejor


“Llegará un momento en el que el pueblo querrá colgarlo por los pies”. Las palabras de Santiago Abascal, augurando un futuro a Pedro Sánchez similar al que corrió Benito Mussolini tras ser fusilado, ponen sobre la mesa una cuestión fundamental para entender el momento político actual: ¿Se puede reeditar una suerte de neofascismo en el mundo? ¿En qué se parecen las nuevas extremas derechas al fascismo histórico?

Enzo Traverso, autor de un libro fundamental para entender a la actual derecha radical, “Las nuevas caras de la derecha”, habla del fascismo como un concepto transhistórico, es decir, como un concepto que trasciende el tiempo en que apareció y que puede ser utilizado con el fin de analizar nuevas experiencias. Según el historiador italiano, las comparaciones históricas sirven más para establecer analogías y diferencias que homologías y repeticiones.

Existe una interesante discusión académica, sobre la necesidad de distinguir conceptos a la hora de hablar de este fenómeno político: extremas derechas, ultraderechas, derechas radicales, fascismos… Sin embargo, no vamos a entrar en esa discusión, y entendemos que utilizar un mismo concepto para explicar dos fenómenos distintos, incluso separados en el tiempo, no implica sostener que sean idénticos, sino señalar una serie de semejanzas estructurales que permiten entenderlos mejor.

Como todos sabemos, el fascismo histórico logró sus mayores cotas de desarrollo en la Alemania nazi y en la Italia de Mussolini y sus principales características, según apunta Miguel Urbán en su libro “Viejo fascismo y la nueva derecha radical”, publicado por la editorial Sylone, serían las siguientes:

Uno, eran movimientos demagógicos, que criticaban verbalmente al capitalismo, pero garantizaban su continuidad en la práctica.

Dos, eran corrientes ultranacionalistas que no escondían sus ansias imperialistas, expansionistas y militaristas. Para ello apelaban a pasados míticos o a una mitología racista.

Tres, a diferencia del reaccionarismo clásico, que apelaba al orden, la autoridad y la sumisión, los movimientos fascistas hacían un llamamiento a una “revolución nacional” que era a la vez anticomunista y antidemocrática. Es decir, el fascismo suponía una exaltación de la acción para acabar con la “corrupción” y las “impurezas” de la patria.

Cuatro, exaltaban la figura de un líder supremo (el Führer o el Duce) que encarnaba las virtudes del pueblo y le guiaba hacia la redención nacional, protegiéndole del enemigo exterior e interior.

Y cinco, era un movimiento que hacía un uso revolucionario de la propaganda política, utilizando los grandes espectáculos de masas (como el cine o el teatro) para legitimarse en el poder. Es lo que Walter Benjamin denominó “estetización de la política”.

Es interesante cómo muchas de estas características del fascismo histórico, resuenan en la derecha reaccionaria actual. Por ejemplo, lo que representa Milei: la supuesta crítica a la casta y sus instituciones para luego plegarse a los intereses de la verdadera casta que es el capital, asumiendo toda la agenda del macrismo; las apelaciones a pasados míticos de la Argentina como una ex-potencia mundial; el discurso de la “revolución liberal” que se contrapone al “discurso de orden” de la derecha conservadora clásica; o el dominio del lenguaje y la estética propios de redes sociales como TikTok, que suponen el principal entretenimiento de masas de buena parte de la población, especialmente la más joven. Y como en el caso de Milei en Argentina, podríamos hacer este ejercicio de política comparada, eligiendo otros ejemplos de extremas derechas: Giorgia Meloni en Italia, Jair Bolsonaro en Brasil, Marine Le Pen en Francia, Donald Trump en Estados Unidos, Geert Wilders en Holanda o Abascal y Díaz Ayuso en nuestro país.

Hay muchos elementos comunes con el fascismo histórico, que nos sirven para entender mejor esta nueva extrema derecha que se está expresando a nivel mundial, pero también hay muchas diferencias…para empezar ni el viejo movimiento obrero existe ya ni el fascismo adquiere las mismas formas.

Por otro lado, los regímenes fascistas se estructuran en torno a un sistema de partido único. Esto se logra gracias a un desmantelamiento paulatino de las estructuras estatales, pero también a la ilegalización gradual de partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación o cualquier organización de la sociedad civil que suponga un obstáculo a la consolidación de un poder totalitario. Aunque muchas organizaciones de la derecha radical, han expresado deseos en esta dirección, como es el caso de Vox en España pidiendo ilegalizar partidos, lo cierto es que estamos lejos del escenario totalitario de los fascismos clásicos. Por ejemplo, bajo el gobierno reaccionario de Meloni en Italia, se permiten las manifestaciones, hay libertad de prensa y también de organización, algo absolutamente impensable bajo un régimen fascista. Sin embargo, no podemos descartar que las nuevas extremas derechas avancen en esta dirección de fascistización. Como señala Brais Fernández en el libro “Familia, raza y nación en tiempos de posfascismo”, publicado por Traficantes de Sueños, no sería de extrañar que las nuevas extremas derechas atacaran al sindicalismo, que limita la acumulación de riqueza de la clase empresarial; o al feminismo, no por cuestiones identitarias, sino por poner en cuestión el trabajo reproductivo no remunerado haciendo temblar los cimientos del sistema capitalista; o al movimiento ecologista, que pone freno al desarrollismo extractivista. Tampoco sería descartable, y de hecho ya lo estamos viendo, que apuntase sobre la población migrante, ya que reconocer su condición de ciudadanía y otorgarles los mismos derechos y salarios, limitaría mucho los beneficios del capital. O que criminalizase la ocupación de viviendas, que cuestionan la propiedad.

En segundo lugar, señala el texto, otra diferencia de las extremas derechas actuales respecto al fascismo histórico es la ausencia de organizaciones de masas en torno al Estado como puede ser el caso de un sindicato vertical obligatorio, o las organizaciones de juventudes, de mujeres o deportivas, que sí estructuraban la sociedad de los regímenes fascistas.

Por último, Fernández desmonta uno de los mitos que siempre acompaña cualquier discusión sobre el fascismo: que éste se apoya principalmente en la clase obrera. Por mucho que el fascismo se presente muchas veces como una suerte de “anticapitalismo de derechas” no supone una ruptura con el sistema capitalista. Y por mucho que el fascismo pueda adoptar una retórica obrerista, lo cierto es que, históricamente, se trata de un movimiento liderado por las clases medias, en alianza con las élites conservadoras. Esta es una puntualización interesante porque nos sirve para entender cuáles son las bases sociales del fascismo hoy en día.

Para desmontar este discurso, el autor recuerda una serie de episodios históricos: Los fascistas italianos llegaron al poder, no por la movilización de masas, apenas fueron 20.000 personas las que marcharon sobre Roma, sino gracias al apoyo de la monarquía. La victoria de los camisas negras de Mussolini se logró mediante el uso de un ejército financiado por la burguesía que recorría pueblo a pueblo toda Italia, destruyendo cooperativas, sindicatos, bolsas de trabajo, partidos, casas del pueblo, periódicos, etc. Es decir, todas las organizaciones de la clase trabajadora. Por su parte, tampoco está de más recordar que en Alemania, los partidos obreros —socialdemócratas y comunistas— siempre obtuvieron más votos que los nazis. El fascismo no sólo atacó los espacios de autonomía obrera, sino cualquier forma de autoorganización social que irradiara de la clase trabajadora. Por ejemplo, acabó con el entramado de asociaciones populares del catolicismo en Italia (el conocido como “bolchevismo blanco”) o con los núcleos de algunas iglesias protestantes en Alemania.

El fascismo tampoco supuso en ningún momento una ruptura con el libre mercado. De hecho, implicó, precisamente, la imposición de la economía de mercado. Tal y como concluye Brais Fernández, “suprimidos todos los contrapesos que el movimiento obrero había construido, el fascismo otorgó un poder sin límites al capital financiero, que se tradujo en una acumulación de beneficios sin precedentes y en una reducción de salarios que llevó a la gente trabajadora a soportar tasas de explotación inéditas”.


Puedes ver el episodio completo de La Base por Canal Red aquí:

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