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Finlandia, de Pascal Rambert, en el Teatro de La Abadía

Finlandia: al amor cuando se lo define con palabras, se lo aplasta

En el Teatro de La Abadía de Madrid se representa, hasta el 1 de octubre, un nuevo montaje de la apabullante obra teatral de Pascal Rambert


No tenemos un lenguaje para los finales,
para la caída del amor,
para los concentrados laberintos de la agonía,
para el amordazado escándalo
de los hundimientos irrevocables.
¿Cómo decirle a quien nos abandona
o a quien abandonamos
que agregar otra ausencia a la ausencia
es ahogar todos los nombres
y levantar un muro
alrededor de cada imagen?


Roberto Juarroz

Somos analfabetos emocionales.
Se nos ha enseñado anatomía y los métodos de la agricultura en África.
Hemos aprendido de memoria las fórmulas matemáticas.
Pero no se nos ha enseñado una cosa sobre nuestras almas.
Somos tremendamente ignorantes acerca de lo que mueve a las personas.

Ingmar Bergman

Una mujer y un hombre duermen en la oscuridad, al filo de un invierno que corta como un relámpago. El hombre está cansado, ha conducido 4.000 kilómetros pensando en una mujer y en la distancia interminable que le separa en una misma cama. El verdadero frío está ahí, no fuera. La habitación parece cómoda, confortable, muebles de diseño nórdico, un ventanal que da a la nada —no es casual—,  un catálogo que bien podría ser la definición de una pareja progre. Una mujer y un hombre están a punto de suicidarse con la soga puesta en el cuello del lenguaje. Al amor cuando se lo define con palabras, se lo aplasta. Una mujer y un hombre deciden definitivamente que no hay vuelta atrás, por eso comienzan a levantar un andamio infinito hacia el abismo del reproche, están a punto de construir el precipicio del amor. La mujer decide militar con el silencio mientras el hombre enciende un cigarrillo; también hay un reloj —el detalle no es menor—, el tiempo es una máquina para justificar a dios. El tiempo es la ausencia en lo que queda de la noche, un mísero castigo en cada rincón de las paredes, el final perfecto.

Si una obra no empieza con un buen puñetazo a la existencia, me levanto y me voy. Si la obra no termina con otro golpe aún más fuerte que el del principio, ya no podré irme caminando con la cabeza gacha pensando en que somos lamentables, cobardes que no pueden conectar con la realidad y que no nos avergonzamos de nosotros mismos. Si todo esto no ocurre, suelo atender en no olvidar mis objetos personales, en activar el patético certificado que dice que estoy aquí, al igual que mis pertenencias, justo en el mismo lugar donde las había dejado.

Pero ¿cómo puede irse todo al demonio en tan solo 81 minutos?

Irene, la mujer, tiene  un cansancio histórico, revolucionario, con ganas de jadear justicia para empuñar su cuerpo por la culata y disparar contra el pasado de varias generaciones. Pero también para reventar el orden establecido y con la boca llena de NO hasta la extenuación. Isra, el hombre, parece escucharlo todo, pero no, escuchar sería otra cosa, escuchar sería que el mundo y su relación tuvieran una última oportunidad. Escuchar sería reinventarse. Atender a Irene sería darle la mano.

Pero ¿de qué va todo este viaje de Lavapiés a Helsinki en el viejo Volvo familiar (tampoco es un detalle de clase menor)? ¿Va de la separación?  ¿Se trata del amor? ¿Es una terapia de pareja en un diván de dos plazas? ¿Qué es lo que verdaderamente se separa? ¿Qué es lo que verdaderamente se ama? Como bien decía Pizarnik, las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia: si digo agua, ¿beberé? Si digo pan, ¿comeré? ¿De dónde viene esta conspiración de invisibilidades?

Lo increíble de esta obra es que cumple hasta el fin último los postulados de la filosofía. Es una obra que no responde nunca a nada, solo hace preguntas, eso es lo verdaderamente jodido. Así que aléjense de esa gente que arroja certezas y que no quiere problemas.

López, no traiga problemas, traiga soluciones. He aquí una de las grandes definiciones de la moral pequeñoburguesa. Yo elijo la complejidad en el arte. Y no se trata de desenmarañar una escena de Tarkovski, sino de dejarme arrastrar las tripas como Henry Miller hizo en Trópico de Capricornio.

Y todo ocurre entre cuatro paredes, no hay escapatoria posible, es un ring donde el desmoronamiento noquea directo al alma desde el primer asalto. Un hombre que no se ha vendido al capital, una mujer que, a priori, adopta conductas propias del machismo, que lastima, que hiere sin parar de dar vueltas en la habitación. Y, en cambio, es justo lo contrario. El hombre es un llorica, un tipo capaz de ampararse en la no respuesta, en la lamentable afirmación de que en el silencio hay violencia, la no respuesta como único argumento. Y cae herido, inevitablemente.

Más que un catálogo de muebles nórdicos y discusiones ideológicas, esto es una industria infernal de espejos que deberían entregarse en la entrada del teatro. Sí, un espejo para poder aguantar la mirada una vez baja el telón. Eso es.(Nota performática).

Todas las personas nerviosas y sin saber qué hacer con los espejitos, buscando desesperadamente sus teléfonos móviles para confirmar que todo acabó. Finlandia es droga dura, Irene es droga dura, Isra es droga dura y el público… el público es una droga de diseño a punto de salir al mercado. Para poder soportar (soportar en el sentido crudo) Finlandia —así se llama la obra de Pascal Rambert— hace falta fe poética, aunque imaginemos que Irene Escolar e Israel Elejalde —así se llaman los protagonistas— se fuesen a cenar a un peruano vegano en la esquina de la Abadía; ella está ahí, haciendo del feminismo una proclama contra las bestias del olvido. Él está ahí, desapareciendo lentamente en un grito como única respuesta, un grito de un silencio ensordecedor que no hace más que cavar la propia tumba de un mundo que ya nunca más existirá.

Detrás de cada palabra de Finlandia se esconde una fosa. Hay que descubrirla y hundirse más de la cuenta, quedarse a solas y con el barro hasta aquí. Detrás de todo el discurso se encubre algo que es capaz de sepultar al amor y al acto del amor. Finlandia fusila con sus preguntas el sonido de cada costumbre, de cada instante de dos personas que alguna vez se amaron. Finlandia es el pan nuestro de cada día. Irene e Isra reman contra la corriente e intentan disimular su tristeza.

Es triste, no lo nieguen, que levante
la mano aquel que no ha llorado hoy
a solas y escondido. No es verdad,
caballero, usted llora cada día,
que usted no sé dé cuenta es otra cosa.
*

Bajo cada palabra de Finlandia hay una niña que canta a la memoria por si sucede la luz. Ya no queda mucho por hacer, solo morir de frío frente al espectáculo de lo inevitable. Por eso la poesía es algo peligroso, por eso el teatro es peligroso y necesario, como el pan nuestro de cada día.

[*Fragmento del poema Es admirable la belleza, de Gonzalo Escarpa].


Madrid –

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