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‘Los mil días de Allende’: buen fondo, pobre forma

Atacada por la ultraderecha chilena y ninguneada por RTVE, la miniserie peca de excesivo didactismo


Para recordar el 50 aniversario de la muerte de Salvador Allende y recordar su memoria, productores chilenos, argentinos y españoles se unieron para el ambicioso proyecto de una miniserie que requería de una gran ambientación de época (logró una generosa subvención del Consejo Nacional de Televisión de Chile). En su estreno no faltaron, por supuesto, las críticas de los ultraderechistas y fascistas chilenos, que siguen considerando a Allende un peligroso socialista que hundió económicamente a su país.

Los guiones de Los mil días de Allende, de Cristián Jiménez, Paco Mateo, Manzi Pablo y Carla Stagno, pertenecen al género del biopic, son textos informativos que exponen con diligencia lo sucedido en los años en los que Allende llegó al poder y todos los enemigos a los que se enfrentó y que acabaron con su vida, su gobierno y su sueño. Y la exposición de todos esos acontecimientos es precisa, pero en exceso. La miniserie peca de didactismo, lo que la hace un trabajo recomendable para proyectar en colegios y universidades, pero no para disfrutar como lo hacemos con las grandes series, las que emocionan y calan. Las que vas a volver a ver.

Este didactismo se expone verbalmente con el recurso de la narración en off, concretamente con la voz del personaje español, el jurista valenciano Joan Garcés (interpretado por el barcelonés Pablo Capuz, el mejor actor de la serie), asesor personal de Allende y privilegiado testigo de los hechos. El didactismo también afecta a algunos diálogos de la serie, que no resultan naturales sino forzados. En vez de gente hablando con naturalidad, parece que estamos viendo a gente dándonos una clase de historia.

Otro de los fallos de esta serie es la decisión de esconder al protagonista, Alfredo Castro (al que hemos visto también en El conde, sobre Augusto Pinochet), bajo kilos de maquillaje. Se me escapa por completo la decisión de no buscar a un actor parecido a Allende en vez en vez de maquillar a alguien que no se le parece en nada, una pésima decisión que te saca completamente de la serie. Con el enorme y falso mentón de látex y los mofletes que le han colocado a Castro a veces tienes la sensación de estar viendo un Celebrities de Joaquín Reyes.

Tampoco ayuda la anodina dirección de Nicolás Acuña. Aunque intenta fusionar ficción con imagen documental para aportar más realismo al conjunto, la serie carece de un tratamiento visual novedoso, especialmente trabajado, que salga de la trillada puesta en escena de los biopics. Y aunque la intención es honrosa y la serie cumple bien con su función didáctica, el conjunto resulta cinematográficamente plano. En este sentido, Raquel Loredo, de la revista cinematográfica Caimán, acertó plenamente en su crítica en el estreno en el Festival de San Sebastián: “Los mil días de Allende de está narrada a través de una puesta en escena convencional, con un pelaje tosco en su forma”.

Es una lástima que el buen fondo dependa de una forma tan poco inspirada porque lo que se cuenta sigue siendo atroz y feroz. En definitiva, un gobierno socialista de verdad (no como el PSOE) que se mojó con la lucha de clases y defendió los intereses de los trabajadores con su “vía pacífica al socialismo”, una administración con todo en contra (un anquilosado parlamentarismo, los militares, los empresarios, la Iglesia, los medios de comunicación, Nixon, la CIA…) y que acabó con el bombardeo del palacio presidencial y la salvaje muerte del presidente. En el fondo, Los mil días de Allende es una serie sobre la traición. Sobre muchos, innumerables traidores.

Puede que también sobre la letal inocencia de Allende, que pensó que el presidente de la república (el Estado), el Ejército y el Parlamento iban a respetarlo cuando en realidad iban a defender, conspirando y asesinando, los intereses de la clase dominante. Allende, que ganó con el 36% de los votos y la cuarta vez que se presentaba a la presidencia, no quiso armar a la clase obrera, como le aconsejó el MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionario) y Fidel Castro en persona. Allende, presionado por lo que simbolizaba Fidel, le pidió volver a Cuba y no interferir en su gobierno, una buena noticia para la CIA, que no podían aceptar “títeres de Moscú” y un eje Habana-Santiago.

Lo que hace medio siglo vio atónito el mundo entero en sus televisores fue el resultado de la descarada financiación de un golpe. Como ya expuso Patricio Guzmán en su documental Salvador Allende (con el testimonio de Edward Korry, exembajador norteamericano en Chile que no participó en el golpe porque Nixon no se fiaba de él), el golpe fue financiado por millonarios norteamericanos y alemanes y hasta por el mismísimo Vaticano. Lo recordó el propio Allende en su famoso discurso de despedida: “El capital foráneo, el imperialismo, unidos a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición, la que les enseñara el general Schneider y reafirmara el comandante Araya, víctimas del mismo sector social que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías y sus privilegios”. Fue exactamente lo que lograron.

Por eso, y con sus defectos, Los mil días de Allende, es un trabajo pertinente porque es totalmente actual: la ultraderecha sigue creciendo en todo el mundo y los más débiles y los derechos fundamentales siguen en peligro, igual que el cine o la televisión, como en este caso, que se ocupan de la memoria histórica. Y no olvidemos lo más escalofriante: medio siglo después del golpe militar, la extrema derecha ganó las elecciones en Chile. Reconquistaron nuevamente el poder.

Lo peor: los mencionados kilos de maquillaje y que RTVE la haya ninguneado, ocultándola y sin darle una promoción digna.

Lo mejor: las estupendas escenas dentro del tren de campaña y el encuentro entre Augusto Pinochet y Fidel Castro.


Madrid –

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