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El ejército de Israel captura a un civil palestino — Tasnim News Agency

Apartheid y genocidio, sin comillas

Ante los más de 6000 palestinos que el ejército de Israel ha asesinado en apenas 20 días, la equidistancia de aquellos que escriben «apartheid» o «genocidio» entre comillas es complicidad con el horror. Y pueden ustedes estar seguros de que, aquí, no vamos a dejar de denunciarlo


La palabra significa «separación» en afrikáans, el idioma de los colonos blancos neerlandeses en Sudáfrica y Namibia, y describe un régimen político, institucional y legislativo según el cual, en una situación en la que dos pueblos conviven en el mismo territorio, uno de ellos (el pueblo colono) detenta el poder y lo utiliza para oprimir al otro (el pueblo colonizado) de diferentes formas. La principal, mediante su reclusión en determinadas zonas geográficas cerradas —denominadas ‘bantustanes’ en la Sudáfrica del apartheid—, que resultan además ser aquellas con peor acceso a los recursos (tierra fértil, agua, etc.), y de forma que el pueblo oprimido pasaría a ser extranjero en todo el resto del territorio que una vez fue su país. En determinados momentos, se mantiene la ficción de que los bantustanes son estados autónomos en los que el pueblo colonizado podría autogobernarse, pero, en realidad, el pueblo colono opresor siempre mantiene un alto nivel de control sobre ellos, reservándose el derecho de intervención militar, de bloqueo comercial y de recursos e incluso comprando o manejando gobiernos títere —denominados ‘cipayos’— en los bantustanes. Asimismo, aquellas personas pertenecientes al pueblo oprimido pero que todavía habitan en el territorio exterior a los bantustanes son tratadas prácticamente como mano de obra barata extranjera y sus derechos son menoscabados o directamente suprimidos mediante la aprobación de legislación discriminatoria en función de la religión y/o la etnia a todos los niveles: dificultad para ejercer el voto, para acceder a los empleos, a la protección social, a la propiedad, etc.

Este régimen de opresión colonial no solamente tuvo lugar en Sudáfrica hasta 1992, donde el premio Nobel de la Paz Nelson Mandela fue encarcelado durante más de 30 años y calificado como «terrorista» por luchar contra el apartheid y por la liberación, sino que es exactamente lo mismo que lleva ocurriendo en Israel y Palestina durante las últimas décadas. Los palestinos —que, antes de la creación del Estado de Israel, habitaban todo el territorio conjunto que hoy se conoce como Israel y Palestina— jugarían en este caso el papel de los negros, los israelíes se corresponderían con los colonos afrikáners y lo que hoy se llama la franja de Gaza y Cisjordania harían las veces de los bantustanes sudafricanos. La reclusión forzosa de los palestinos en territorios cercados y cada vez más pequeños, las habituales intervenciones militares israelíes en ellos, la limitación de la libertad de movimientos y la encarcelación de palestinos en cárceles israelíes en Cisjordania a pesar de estar dicho territorio gobernado formalmente por Al Fatah, las innumerables leyes aprobadas por el Estado de Israel para reducir prácticamente a cero los derechos de los palestinos que habitan fuera de Gaza y Cisjordania, todo ello hace que la definición del régimen colonial israelí sobre el pueblo palestino como un régimen de apartheid sea un hecho indiscutible para cualquier analista u observador medianamente imparcial. De hecho, la calificación de apartheid no solamente lleva siendo utilizada por las principales ONGs, como Amnistía Internacional o Human Rights Watch, desde hace mucho tiempo, sino que además ha sido adoptada por la ONU hace aproximadamente un año y medio.

¿Se imaginan ustedes que los medios españoles escribiesen «terrorista» entre comillas para referirse a Hamás —al fin y al cabo, ni Suiza ni Noruega lo consideran un grupo terrorista— o que escribiesen «democracia» entre comillas para referirse a Israel, toda vez que se trata de un Estado que asesina periodistas y cierra televisiones?

Sin embargo, y a pesar de esta evidencia absolutamente fundamental para entender y contextualizar todo lo que está ocurriendo en esa parte del mundo, la inmensa mayoría de los medios de comunicación españoles —incluyendo a los de la progresía mediática y con la honrosa excepción de algunos digitales de izquierdas— son incapaces de utilizar la palabra de forma directa. Como ha desgranado en detalle Manu Levin en el último capítulo de La Base, solamente imprimen la palabra apartheid en sus titulares si se trata de un entrecomillado que pone en boca de otro, si hablamos del título de un artículo de opinión de una firma invitada o, si hablamos de una pieza informativa, la escriben entre comillas: “apartheid”. ¿Se imaginan ustedes que los medios españoles escribiesen «terrorista» entre comillas para referirse a Hamás —al fin y al cabo, ni Suiza ni Noruega lo consideran un grupo terrorista— o que escribiesen «democracia» entre comillas para referirse a Israel, toda vez que se trata de un Estado que asesina periodistas y cierra televisiones? Y puede parecer una mera cuestión de lenguaje pero es evidente hacia qué lado se inclina el doble rasero, y también es evidente que es imposible detener las aberraciones si se evita llamarlas por su nombre.

El problema de la corrupción periodística —extendida como una gangrena en España— es que, cuando estamos ante crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad, sus efectos van más allá de la difamación, la manipulación, la intoxicación y la propagación de la mentira. Cuando contemplamos los más de 6000 palestinos que el ejército de Israel ha asesinado en apenas 20 días —más de 2000 de ellos, niños—, la equidistancia de aquellos que escriben «apartheid» o «genocidio» entre comillas es complicidad con el horror. Y pueden ustedes estar seguros de que, aquí, no vamos a dejar de denunciarlo.


Madrid –

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