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Asaltar los techos (de cristal)

La paridad, por sí sola, ni genera un verdadero cambio social, ni disputa el poder, ni lo cuestiona para ejercerlo con otras formas y objetivos. Tampoco es una gran fábrica de referentes si éstas terminan por sostener las mismas estructuras que sus antecesores


El último anuncio del Ministerio de Igualdad, comunicado mano a mano con Moncloa y difundido a través de sus discretas redes (discretas a fuerza de silencio), es una buena medida de sí mismo y de lo que podremos esperar de él.

La norma quiere presentarse como la medida estrella del PSOE con la que intentó ya en marzo de 2023 marcar distancias con el entonces Ministerio de Irene Montero y volver al redil de la igualdad que no incomoda a los amigos de Pedro Sánchez, la que luce y da esplendor en los congresos de canapé y patrocinador privado, y la que puede teledirigirse casi sin moverse del despacho. Sin embargo, cabe preguntarse si el gobierno PSOE-Sumar pretende estirar una legislatura entera viviendo solo de este mérito —y gracias a las rentas del periodo anterior, pero sin que se note demasiado— ya que no parece haber ningún interés en llevar las políticas feministas más allá de lo estrictamente necesario y menos aún convertirlas en una cuestión de Estado como ocurriera en el periodo anterior. El PSOE debe mantener un frágil equilibrio entre diversos sectores a la interna, como se ha visto en sus nombramientos, que no terminan de convencer nadie, —y así, todos contentos— mientras que su socio de gobierno, que renunció a la cartera de Igualdad como si le quemara, no parece que vaya a gastar energías en pelearla, ni tiene espacios donde hacerlo, ya que decidió cederlos todos al mujerismo ilustrado marca Ferraz.

Se trata de un brevísimo vídeo en el que se anuncia la aprobación por parte del Gobierno de la Ley de Paridad y Presencia equilibrada entre mujeres y hombres en lo que bien podría pasar por un spot de hace diez años salido de la Agencia Tributaria, que sin duda haría las delicias de Begoña Villacís. En él se suceden escenas de varias mujeres en entornos laborales de esos que solo aparecen en los bancos de imágenes de internet: vestidas con traje ejecutivo, sentadas delante de gráficos y estadísticas, tecleando diligentes en sus ordenadores, consultando planos, reunidas en luminosas oficinas, ocupadísimas, profesionales, limpias y delgadas. El tipo de mujeres que se merecen esta ley de paridad. Apenas puede intuirse en el anuncio un guiño a la diversidad (y de hecho, incorporarla sería mentir, porque ni las racializadas, ni las pobres, ni las precarias aprueban las opos de judicatura, dirigen el Colegio de ArquitectOs o son CFO o CEO en Acciona), y la única mujer mayor que aparece tiene un rictus como de Directora de algún banco internacional. Y, por supuesto, ninguna limpia una escalera —pese a que el 40% del PIB de nuestro país dependería de ellas, de las que realizan trabajos de hogar y de cuidados— porque, ya se sabe, como dijo la nueva Directora del Instituto de las Mujeres, Isabel García, cuando Irene Montero enunció la importancia de un Sistema Estatal de Cuidados: «qué pereza con los cuidados». Para eso están las que clavan las rodillas en el suelo pegajoso y a las que esta Ley les importa —y les afecta— bastante poco.

Es un paradigma agotado que solo conforma a quienes tienen una ambición política y democratizadora que toca techo (de cristal) con este tipo de medidas y cuyas defensoras, además, consideran que ellas van primero.

La prometedora Ley de Paridad es, en realidad, la trasposición de una Directiva Europea con un nombre muy atractivo: Directiva (UE) 2022/2381 del Parlamento Europeo y del Consejo, relativa a un mejor equilibrio de género entre los administradores de las sociedades cotizadas y medidas conexas, que establece medidas como que el número de mujeres no podrá ser inferior al 40% en los consejos de administración de las empresas cotizadas, modifica la legislación electoral para hacer obligatorias las listas cremallera, e incorpora ese principio de paridad también en los altos cargos de la Administración General del Estado, los Colegios Profesionales, o los tribunales, jurados y órganos colegiados constituidos para otorgar premios o condecoraciones desde los poderes públicos. Es decir, que se trata de una norma que podría mejorar la vida de unas cuantas directivas privadas y de la administración, altas funcionarias, y representantes públicas por ahí arriba —ahí, donde los techos de cristal e incluso más alto— pero que no cuestiona las condiciones materiales del resto de las mujeres ni por supuesto, mira de frente a quienes no están dispuestos a despegarse de la poltrona para dejar que otras pasen.

Sin restar mérito a la importancia de la representación femenina en los espacios de poder, qué duda cabe, —solo hay que ver las composiciones de las mesas de Davos para ver en manos de quienes se concentra la riqueza y el poder— el hecho es que se ha probado que la paridad, por sí sola, ni genera un verdadero cambio social, ni disputa el poder, ni lo cuestiona para ejercerlo con otras formas y objetivos. Tampoco es una gran fábrica de referentes si éstas terminan por sostener las mismas estructuras que sus antecesores. Es un paradigma agotado que solo conforma a quienes tienen una ambición política y democratizadora que toca techo (de cristal) con este tipo de medidas y cuyas defensoras, además, consideran que ellas van primero. «La meritocracia sin paridad no es posible» dijo la Ministra Redondo en diciembre. De eso va la presencia equilibrada femenina: el feminismo es otra cosa. Que alguien en cuya mano recaen la gestión de las políticas públicas que deben servir para igualar a la ciudadanía y para erradicar las desigualdades y sus consecuencias crea en el mantra meritócrata no solo es preocupante, es desolador.

Mientras, Pedro Sánchez se paseaba hoy por un congreso de liderazgo mundial femenino en el multilateralismo internacional con patrocinadores como la fundación de Madeleine Albright, el Club de Madrid, o algunas universidades privadas donde estudia esa élite privilegiada que cree en la meritocracia y la igualdad para cumplir sus metas en los grandes foros mundiales. Los y las allí presentes se aplaudirán y reconocerán en sus retos y oportunidades, mesa tras mesa redonda. Lástima que en Gaza no se escuchen sus «voces globales» ni sus «liderazgos para perfilar el futuro» porque las están reventando a bombazos. Celebrarán los buenos datos en materia de género de nuestro país (pero evitando, convenientemente, reconocer a según qué autoras), brindarán en copas servidas por precarias de uniforme contratadas por alguna ETT de catering, y se marcharán mientras otras se quedan pasando el mocho. Pero no empañemos estos logros con un feminismo que quiera ir demasiado lejos, ¿verdad? al fin y al cabo, —pensarán algunas— no hay que tirarse piedras contra su propio y acristalado techo (o tejado).


Madrid –

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