La COP28 no servirá para nada

Nada debemos esperar de los jefes de las clases capitalistas parasitarias y sus representantes políticos reunidos en Dubái. Su objetivo no es salvar el planeta sino proteger el actual sistema económico, y ambas cosas son incompatibles
Pedro Sánchez dando la mano al sultán Al Jabar, consejero delegado de la octava petrolera del mundo

Este año 2023 va a pasar a la historia como el más caliente desde que la humanidad tiene registros y los científicos pronostican que 2024 va a ser todavía peor. Según la Organización Meteorológica Mundial, en 2023 habremos experimentado una temperatura media global 1,4°C superior a la temperatura promedio entre 1850 y 1900 —antes de la escalada en las emisiones de gases de efecto invernadero—, la temperatura de los océanos también habrá batido su récord histórico así como la subida del nivel del mar, la extensión del hielo antártico habrá alcanzado su mínimo y la devastación de los bosques canadienses se recordará durante décadas como una de las mayores tragedias naturales desde que tenemos memoria. Todas las gráficas dan miedo, todas las desviaciones estadísticas son significativas y todas las curvas presentan lo que se llama en matemáticas "derivada segunda positiva" [o negativa, para gráficas decrecientes], es decir, que no solamente crecen —o decrecen, según el caso— sino que además lo hacen cada vez más rápido. Dicho de otro modo, la situación no solamente está empeorando sino que, además, el empeoramiento —lejos de frenar— se acelera.

En este año 2023 en el que se confirman los peores augurios de los científicos del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático de la ONU (el IPCC), se celebra en la petrodictadura teocrática de Emiratos Árabes Unidos la reunión internacional patrocinada también por la ONU y conocida como COP28. En ella, los líderes políticos y empresariales de todo el planeta se reúnen con el objetivo nominal de llegar a acuerdos para limitar el aumento global de la temperatura debido al cambio climático. Desde el pasado 30 de noviembre hasta el 12 de diciembre, último día de la cumbre, escucharemos un sinnúmero de discursos grandilocuentes hablando de sostenibilidad, de energías renovables, de crisis climática, de protección medioambiental, de desafío planetario o de amenaza civilizatoria. Todos los reyes, primeros ministros y consejeros delegados presentes en Dubái anunciarán a lo largo de estos días su voluntad y su compromiso inquebrantables para evitar que la humanidad y el conjunto de los ecosistemas de la Tierra se despeñen por el abismo del apocalipsis climático y, mientras hablan, tendremos la más absoluta certeza de que todos esos discursos no servirán para nada.

Y lo sabemos por varios motivos. El primero y más evidente es porque la COP28 se llama así porque es la vigésimo octava cumbre de este tipo desde el primer acuerdo climático de la ONU en 1992. Ya hemos visto a los líderes mundiales reunirse 28 veces y el resultado ha sido siempre exactamente el mismo: el mayor contraste que uno puede encontrar en la esfera pública —y no es nada fácil ganar esa competición— entre las palabras y los hechos. La mayor y más vergonzante hipocresía. Las declaraciones más épicas frente a la inacción más pavorosa. Si ya llevamos 27 cumbres de este tipo y todas las gráficas que anuncian el colapso climático no paran de empeorar cada vez más rápido, sería de una inocencia superlativa pensar que la vez número 28 va a ser diferente.

Si ya llevamos 27 cumbres de este tipo y todas las gráficas que anuncian el colapso climático no paran de empeorar cada vez más rápido, sería de una inocencia superlativa pensar que la vez número 28 va a ser diferente

Eso es obvio. Pero, además de la comprobación experimental de la inutilidad de este tipo de reuniones a lo largo de las últimas tres décadas, es muy fácil entender en términos estructurales por qué la COP28 y todas sus antecesoras no han sido y nunca van a ser la solución al calentamiento global. Dicho en pocas palabras, es imposible que un foro en el cual la inmensa mayoría de las personas allí presentes aceptan el sistema capitalista como la única organización posible de la economía pueda llegar a ningún tipo de acuerdo vinculante para proteger el único planeta que conocemos hasta ahora capaz de albergar vida. No existe ni un solo científico mínimamente serio que pueda negar que la causa fundamental del cambio climático es la voracidad extractiva del sistema capitalista y solamente los tecno-optimistas más naïfs y más ciegos a las ciencias sociales y políticas pueden pensar que el problema se va a resolver mediante una cadena de breakthroughs tecnológicos que, combinados con un despliegue económico histórico y una reconversión energética e industrial coordinada a nivel global y de una inteligencia y amplitud como nunca ha visto la humanidad, permitan volver a niveles de emisiones de hace dos siglos sin modificar la estructura económica de privilegios y de poder que ha levantado el capitalismo. Sería hermoso vivir en una novela de Isaac Asimov, pero las cosas sencillamente no funcionan así. Como nos enseñó de forma brutal la crisis financiera de 2008, el sistema capitalista moderno es epifenoménicamente estúpido, infinitamente avaricioso, absolutamente irresponsable, declaradamente suicida y con una capacidad de planificación estratégica propia de un pez. Pensar que las fuerzas del mercado van a ser capaces de sacarnos del pozo de la destrucción climática es terraplanismo político y social. No se puede detener el cambio climático sin acabar con el capitalismo —o, al menos, sin embridarlo de una forma feroz— y, por ello, una cumbre en la que prácticamente todos quieren mantener el business as usual es una exhibición de impotencia que sería ridícula si no estuviésemos hablando de algo tan grave.

Por si todo esto no fuese ya obvio, la COP28 se celebra este año en un país que obtiene la práctica totalidad de su riqueza de la quema masiva de combustibles fósiles y su anfitrión es el sultán Al Jaber, quien, además de ser el ministro de Energía de la teocracia árabe, es también el consejero delegado de la compañía nacional de petróleo de Abu Dabi ADNOC, la octava petrolera del mundo. El anuncio de un fondo mundial para compensar a los países más pobres por los efectos del cambio climático —al que Pedro Sánchez ha dicho que España va a aportar 20 millones de euros (el presupuesto municipal de un pueblo de 20.000 habitantes)— es, además de un insulto, una aceptación explícita de que nada se va a hacer en la COP28 para frenar el desastre y por eso ya están pasando al capítulo de las indemnizaciones.

Solamente en España, las emisiones directas de CO2 de las 50 principales empresas del país suponen el 40% del total y la mayoría de ellas las han aumentado en el último año. Un futbolista multimillonario quema más combustibles fósiles con su avión privado que cientos de familias trabajadoras en todos sus desplazamientos a lo largo de toda su vida. La contaminación y la huella de carbono que produce un miembro del 0,1% más rico de la población es miles de veces superior a la de cualquier persona que viva en un barrio humilde y que tenga ingresos por debajo de la media. Como sabe cualquiera que haya estudiado de forma científica el problema, la forma más rápida y más eficaz de reducir rápidamente la emisión a la atmósfera de gases de efecto invernadero sería obligar a la clase más pudiente a rebajar el despilfarro de recursos que supone su obscenamente lujoso tren de vida y, sin embargo, nadie va a hablar de esto en la COP28. ¿Cómo se pueden plantear soluciones eficaces a una problemática tan grande como el calentamiento global en un foro que es absolutamente ciego —por decisión propia— a las principales causas estructurales que la provocan?

Nada debemos esperar de los jefes de las clases capitalistas parasitarias y sus representantes políticos reunidos en Dubái. Su objetivo no es salvar el planeta sino proteger el actual sistema económico, y ambas cosas son incompatibles. Solamente una masiva movilización ciudadana que sea capaz de producir una revolución democrática y social a escala planetaria para poner los gobiernos mundiales al servicio de las mayorías trabajadoras podrá evitar que las élites capitalistas destruyan las bases ecosistémicas de la vida en la Tierra tal y como la conocemos. Cuando el activista brasileño Chico Mendes dijo que "la ecología sin lucha de clases es jardinería", no solamente estaba señalando una verdad evidente. Estaba resumiendo, además, la única hoja de ruta estratégica posible.

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