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Manifestantes de ultraderecha disponiéndose a apalear a un muñeco que representa a Pedro Sánchez — Diego Radamés / Europa Press

Las uvas en Ferraz y la Audiencia Nacional

¿Qué hubiese ocurrido si los manifestantes de VOX que colgaron y apalearon un muñeco que representaba al presidente del Gobierno no fuesen personas de ideología ultraderechista sino gente de izquierdas o independentistas?


En el Código Penal español, son delitos tipificados el enaltecimiento del terrorismo (art. 578) —fundamentalmente utilizado respecto del terrorismo de ETA, que ya no existe—, la ofensa a los sentimientos religiosos (arts. 524 y 525), las injurias y calumnias a la Corona (arts. 492 a 494) —a diferencia de las injurias y calumnias a personas que no tienen sangre azul, que son más leves y están contempladas en los arts. 205 y 206—, las injurias y calumnias a las instituciones del Estado (art. 504) —el Gobierno central, el Consejo General del Poder Judicial, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Supremo, los Gobiernos autonómicos y los Tribunales Superiores de Justicia— o los «ultrajes a España, a sus Comunidades Autónomas o a sus símbolos o emblemas» (art. 543).

La existencia de todos estos tipos penales, junto con la vigencia de la así llamada Ley Mordaza, la presunción de veracidad de los atestados policiales o una definición excesivamente amplia de lo que se puede entender como actos de terrorismo (art. 573), configuran un ordenamiento jurídico y administrativo que ha sido reconocido por numerosas organizaciones nacionales e internacionales de defensa de los derechos humanos y civiles como un peligro para las libertades fundamentales de expresión, reunión y manifestación, sin las cuales una democracia liberal sencillamente no existe. Las objeciones políticas y jurídicas a la persecución penal de este tipo de actividades son múltiples y han generado un rico debate. En primer lugar y respecto de los tipos delictivos que limitan la libertad de expresión, muchos se han preguntado si tiene sentido utilizar la última ratio jurídica —la penal— para perseguir afirmaciones que pueden ser de mal gusto o incluso afectar a la reputación y el honor personales, en lugar de utilizar la vía civil. Asimismo, se ha cuestionado la necesidad de proteger a instituciones del Estado que tienen a su disposición poderosas herramientas jurídicas y potentes canales de comunicación frente a la libertad de expresión de ciudadanos anónimos e individuales, que se encuentran claramente en una situación de debilidad relativa respecto a éstas. No hablemos ya de las dificultades —incluso filosóficas— para definir lo que puede significar el «ultraje» a entidades no humanas como una bandera, una comunidad autónoma o una asamblea legislativa. Por último, parece claro que castigar penalmente el supuesto enaltecimiento de un terrorismo —el de ETA— que ya no existe o ampliar tanto el delito de terrorismo per se de forma que pueda llegar a incluir incluso actividades pacíficas no sirven, ninguno de los dos, ni para luchar verdaderamente contra el terrorismo ni para reconocer a las víctimas.

La combinación de un código penal y una legislación de carácter represivo y una judicatura y unas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en las cuales los sectores derechistas y ultraderechistas son mayoritarios funcionaría no para proteger ningún tipo de bien jurídico o común, sino para la persecución ideológica

Si miramos a lo ocurrido en los últimos años en España, podemos ver, además, que esto va más allá de un debate jurídico o teórico. En nuestro país se ha imputado o condenado en época reciente a seis chavales de Zaragoza por desórdenes públicos y atentado contra la autoridad —en una manifestación antifascista contra un acto de VOX— sin más prueba que la versión de los agentes, a ocho jóvenes de Altsasu por terrorismo como consecuencia de una pelea en un bar con dos guardias civiles fuera de servicio, a la revista satírica El Jueves por injurias a la Corona tras publicar una caricatura de Felipe VI y Letizia Ortiz manteniendo sexo, a varios raperos —algunos de los cuales han tenido que exiliarse del país— por sus canciones en las que atacaban verbalmente a la monarquía o a las fuerzas de seguridad, a una tuitera por hacer chistes sobre Carrero Blanco en las redes sociales, al colectivo Futuro Vegetal —acusado de ser una organización criminal por llevar a cabo acciones pacíficas para denunciar la inacción de los gobiernos y las grandes empresas ante el calentamiento global—, a un humorista por sonarse los mocos con la bandera de España en un programa de televisión, a activistas feministas que sacaron en procesión una vagina gigante vestida de virgen por ofensa a los sentimientos religiosos o a unos titiriteros por enaltecimiento del terrorismo.

La lista de imputaciones o condenas aberrantes como estas y completamente impropias de una democracia liberal es prácticamente interminable. Pero, más allá de la enorme desproporción entre los hechos acaecidos y el castigo impuesto, más allá de la destrucción del tejido de libertades civiles que esto implica y el daño irreparable que eso puede provocar al sano funcionamiento democrático, hay otro patrón —mucho más inquietante si cabe— que emerge inevitablemente a la luz de cualquier enumeración de este tipo de casos. De manera abrumadora, las actividades perseguidas y reprimidas están relacionadas con personas o posicionamientos relacionados con una ideología de izquierdas, feminista, ecologista o independentista. Así, la combinación de un código penal y una legislación de carácter represivo y una judicatura y unas fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado en las cuales los sectores derechistas y ultraderechistas son mayoritarios funcionaría no para proteger ningún tipo de bien jurídico o común —que es para lo que debería servir teóricamente un estado de derecho—, sino para la persecución ideológica.

Cualquiera que piense que esto es una exageración puede hacer un pequeño ejercicio mental. Basta imaginar qué hubiese ocurrido si los manifestantes de Jusapol que rodearon violentamente el Congreso de los Diputados hace unos años o si los manifestantes de VOX que colgaron y apalearon un muñeco que representaba al presidente del Gobierno mientras se comían las uvas de Nochevieja en las puertas de Ferraz antes de ayer no fuesen personas de ideología ultraderechista sino gente de izquierdas o independentistas. Todo el mundo sabe que, en ese caso, si eso hubiese sido así, habrían acabado todos imputados —y muy posiblemente condenados— en la Audiencia Nacional. Un Estado de derecho que funciona así no es democrático y cerrar los ojos o —peor aún— negar esta realidad contribuye irresponsablemente a evitar que algún día pueda serlo.


Madrid –

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