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Protesta a las puertas del muro — Julio L. Zamarrón

Crónica desde Cisjordania: la semana que estalló la olla a presión

Escribo esta crónica de regreso a casa desde el aeropuerto de Tel Aviv. No he podido hacerlo antes —por varios motivos— pero no puedo acostarme sin escribir al menos estas palabras urgentes


Llegamos a Palestina la semana anterior al estallido. Todas las conversaciones con la gente que conocíamos estos días viajando por Cisjordania acababan con la misma conclusión: «ya solo queda una guerra total» , «esto es una olla a presión y acabará reventando por lo que sea». Y de hecho, esa misma semana, reventó.

Han pasado siete días desde el 7 de octubre. Una semana en la que en nuestras redes sociales, que veíamos con estupor los ratos donde podíamos acceder a un internet seguro,  se sucedían las imágenes de banderas Israelíes en monumentos, ayuntamientos y plazas de una Europa que prohíbe y carga contra manifestaciones en apoyo a Palestina.

En estos días en Cisjordania han pasado frente a nuestro ojos y por nuestros oídos las historias tejidas desde la Nakba del 48, la cotidianidad constituida sobre 75 años de ocupación, la vida que malvive en Palestina: víctimas de  asesinatos selectivos, detenciones arbitrarias, la ocupación de los territorios, el robo de cuerpos, la dispersion, las torturas,  los cortes de agua y suministros o los bombardeos sistematizados. Los hemos leído y observado, pero cuando te lo cuentan mirándote a los ojos, solo puedes intentar atesorarlo para poder contarlo a los demás, y que no se pierda en otro injusto silencio.

Camiseta con la fecha de la Nakba: 1948
Camiseta con la fecha de la Nakba, 1948

Y quizás desde los noticiarios españoles se puedan negar estas realidades,  pero despertando en el Campamento de Deiseisaa es imposible. Los habitantes de Deisha Camp se despiertan, (los que hayan conseguido dormir pese al sonido de los cazas que sobrevuelan Belén camino de la destrucción total), y se acercan rápidos a sus móviles para descifrar las desgracias que llegan desde la franja. Esa Gaza donde se centra el conflicto es la casa de amigos, de familiares y de conocidos con un destino compartido, una tierra condenada a la masacre  por un estado que se sitúa por encima del derecho internacional y de los derechos humanos. «Ni electricidad, ni comida, ni agua, ni gas», afirmó el ministro de defensa Israelí. “Estamos luchando contra animales humanos y actuamos en consecuencia». Un estado que arroja cemento en los manantiales que abastecen a la franja y que insta a la población a abandonar el territorio por una única salida sobre la que ordenará un ataque aéreo cuando se encuentre repleta. La misma donde hoy se intenta desplazar a más de un millón de personas para arrasarla y generar un nuevo exilio, su Nakba de 2023.

En Belén, donde nos sorprendieron las primeras noticias, había una calma tensa, incluso un atisbo de incertidumbre sobre hasta qué punto lo ocurrido iba a agitar el avispero de la injusticia que ya era, de facto, insostenible. Y así pasaron los primeros días, entre el miedo y la resignación, la indignación y también una cotidiana y para nosotros —que buscábamos poder volver a casa, seguros, agradecidos de tenerla— una sorprendente voluntad de seguir, de no rendirse. Hasta que llegó el miércoles por la mañana. Esta vez las noticias ya no miran a Gaza, sino que apuntan hacia las casas donde tan generosamente nos han acogido. El ejército Israelí, en una incursión en el campo de refugiadas, realiza dos detenciones a dos habitantes de campo, dos hombres de 33 y 42 años. Los videos de los blindados israelís y los francotiradores se mueven rápido entre los canales de Telegram. Pero esto no es nada nuevo; las detenciones arbitrarias son el pan de cada día en el campamento aunque en la televisión europea nos lo intenten narrar como la respuesta inevitable a los últimos acontecimientos. Como cada vez que esto ocurre, por la tarde se organiza una protesta pacífica por parte de los habitantes del campo para denunciar las detenciones. En esta ocasión, un adolescente recibe un disparo que le entra por la mejilla y le sale por la parte posterior del cuello. Ha sido limpio y es posible que se salve. El pan de cada día.

El despertar del jueves no es muy diferente. Hablamos con Naji Owda, director de Lailac, una asociación que trabaja con jóvenes en el campo de refugiados. Nos comenta que por la tarde habrá  otra nueva concentración, que  entiende la motivación, la rabia, pero que no quiere tener que sufrir más heridos o muertos.

Cuando llegamos allí, el 90 por ciento de los asistentes no supera los ventipocos años de edad. Cargan con carteles de mártires y banderas palestinas, y enseñan retratos de otros jóvenes, que son quizá más jóvenes las manos que los sujetan. Cubre la manifestación algún periodista local y nos rodean los sanitarios de la Media Luna Roja, que van equipados con cascos antibalas. Se corta la avenida principal y comienzan los cánticos y las proclamas. Después de un par de discursos la concentración muta en una pequeña marcha que se dirige al final de la avenida: allí está el muro —el que les separa de Israel— y su puerta. La misma puerta de la que salieron los coches fuertemente armados que se llevaron esta semana a sus vecinos.

Inicio de la protesta del jueves 12 en Belén
Dispositivo de la Media Luna Roja
Dispositivo de la Media Luna Roja
Familiares con fotos de mártires

Se avanza a paso ligero mientras los cánticos se hacen mucho más fuertes, algunos los arranca un niño que solo rondará los 8 o 10 años de edad. Los 9 metros de hormigón cada vez están más cerca, y llegamos al final de la avenida, una amplia cuesta arriba de varios carriles en cada sentido, con pocos o casi ningún lugar donde esconderse.

Niño durante la protesta camino al muro que les separa de Israel
Barricadas
Barricadas
Inicio de la protesta del jueves 12 en Belén
Joven con el retrato de un combatiente

En la cima de la cuesta el chekpoint espera, completamente cerrado, y a sus lados nos observan las dos torretas de vigilancia. Varias ambulancias se estacionan en las calles perpendiculares, y no hace falta ser un habitual de la protesta callejera para darse cuenta de que esto es una ratonera y que la manifestación se encuentra a merced de los francotiradores israelíes. El grupo  se para y avanzan los más jóvenes, en sus manos cargan piedras y ondas de pastor. Del lado derecho aparecen algunos más con neumáticos que cruzan en la carretera y a los que prenden fuego. Desde las torres israelís se escucha el primer disparo que rebota en la pared donde se refugian los paramédicos. Se oye un segundo disparo, al instante algunos gritos, y un chico yace en el suelo. Los paramédicos y algunos manifestantes corren hacia él y la ambulancia acude a toda velocidad. Yanal, de 14 años, ya está camino del hospital con una bala en la pierna.

Traslado del primer joven herido
Traslado del primer joven herido

La protesta parece paralizarse cuando de pronto, cambia el tempo: los israelíes salen del muro con sus coches, lanzando gas lacrimógeno, carreras y callejones, y tras unos minutos eternos suena otro disparo y se sucede la secuencia pero con peor resultado; en esta ocasión le han dado en el pecho. Hussein Masalmeh, de 12 años, entrará directamente en el quirófano luchando por sobrevivir.

Traslado del segundo herido
Traslado del segundo herido
La Media Luna Roja asiste a los manifestantes
La Media Luna Roja asiste a los manifestantes

En el camino nos encontramos a los amigos de los heridos comprando dulces, de camino al hospital. Para ellos esto no es nuevo. Más y más pan de cada día. El coste de querer existir, de querer vivir, de querer expresarlo, es que tres chavales adolescentes hayan acabado graves en un quirófano con heridas de bala

El pan de cada día. «Lo de siempre». Nos recogemos hacia atrás y se escucha otro disparo. En pocos segundos nos supera una ambulancia a toda velocidad que pasa a recoger a un tercer herido. 

En el camino nos encontramos a los amigos de los heridos comprando dulces, de camino al hospital. Para ellos esto no es nuevo. Más y más pan de cada día. El coste de querer existir, de querer vivir, de querer expresarlo, es que tres chavales adolescentes hayan acabado graves en un quirófano con heridas de bala.

Hemos regresado hace unas horas a España con decenas de entrevistas, de imágenes, y de momentos compartidos con personas que no sabemos si van a ser borradas del mapa. Si van a poder sobrevivir a este asedio, si será el hambre, el disparo de un francotirador, o una bomba lo que les espera a la vuelta de unos días. Si los rumores que corrían entre los teléfonos móviles y las conversaciones entre vecinos serían ciertos y esta vez la escalada va a llevarles por delante.

Esta es solo una crónica acelerada de unos pocos días en Cisjordania. Apenas unas horas en la vida de personas que viven hacinadas en una cárcel al aire libre, que salen a protestar cada tarde a riesgo de morir de un tiro, que siguen organizándose en sus colectivos, en sus asociaciones, en sus barrios, entre la desesperanza y el coraje frente a quienes les niegan un futuro.

Desde mi cama, en Madrid, no puedo escribir más ni mejor estas horas. Mañana volveremos a la guerra en Twitter, a las manifestaciones, e intentaremos publicar nuestro trabajo en algún lugar donde aún tenga cabida contar estas historias. Pero todo suena absurdamente lejos y sordo, como los disparos al fondo de la avenida, y nuestras ganas de contarlo, como las piedras de los niños de Belen, rebotan contra el muro.


Madrid –

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