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El fin del apartheid: ¿es posible la experiencia de Sudáfrica en Palestina?

Es necesario que, en algún momento, los responsables políticos —en este caso de Israel— reconozcan que la supremacía étnica es ilegítima. Es lo que sucedió en Sudáfrica, después de décadas de racismo como política estatal


La comparación del actual Estado de Israel con la Sudáfrica anterior a los años 90 resulta muy útil no solo cuando analizamos las políticas de apartheid, sino también cuando planteamos un final de las mismas. ¿Por qué el régimen de apartheid se acabó? ¿Cómo, después de tantos años de sometimiento, resultó posible una negociación entre el gobierno blanco y la resistencia negra? ¿Cómo se construyó la Sudáfrica post-apatheid y, sobre todo, ¿se puede repetir un proceso similar en Palestina?

La ‘solución’ más reciente del mal llamado conflicto palestino-israelí la propuso, a principios del año 2020, Donald Trump. En sus palabras, se trataba de un plan de paz “realista” para el Estado Palestino, el “acuerdo del siglo”, pero las imágenes de la presentación de aquel plan hablan por sí solas.

El acuerdo del siglo para el Estado Palestino lo hizo público el propio Trump en presencia del primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu y sin haber consultado a los palestinos ni contado con ellos para nada. Uno de los arquitectos de ese acuerdo de siglo fue el yerno de Donald Trump, Jared Kushner, judío estadounidense que fue educado en el tipo de sionismo político y religioso que encarna Benjamín Netanyahu. De hecho, Kushner conoció a Netanyahu en su propia casa en Nueva Jersey, donde el primer ministro se quedó a dormir invitado por la familia del yerno de Trump. Todos estos detalles sirven para hacernos una idea del tipo de “solución” para el Estado palestino que elaboraron: territorios ocupados ilegalmente para Israel, capital de Israel en Jerusalén Este y el Estado palestino dividido entre una serie de islotes separados entre sí, que se conectarían a través de carreteras controladas por Israel, rodeados de territorios controlados por Israel… y bajo el control militar israelí.

Muchos expertos compararon ese plan con el modelo sudafricano de los bantustanes, pero la realidad es que los bantustanes en los territorios palestinos ya existen, y el plan venía a legitimarlos, una vez más.

¿Qué fue lo que asentó la idea de que la bantustanización de Palestina era una alternativa? Norman Finkelstein en su libro ‘Imágen y realidad del conflicto palestino-israelí’, publicado en español por la Editorial Akal, cita dos trabajos, de Edward Said y de Meron Benvenisti, que sugieren que fueron los acuerdos de Oslo.

Firmados en la capital noruega en 1993 y en 1995, los acuerdos de paz entre Palestina e Israel constituyeron, para esos intelectuales, “la aceptación oficial palestina de la prolongación de la ocupación”. La ocupación se mantuvo, aunque por control remoto y con el consentimiento del pueblo palestino.

“Antes de Oslo la comunidad internacional apoyaba una retirada completa israelí de Cisjordania y Gaza y el derecho de los palestinos a constituir un Estado independiente en las áreas evacuadas”, leemos en el libro. El Oslo II legitimó la pretensión de Israel de poseer derechos en Cisjordania y Gaza. Cisjordania y Gaza se convirtieron en territorios en disputa. “Con los palestinos de un lado e Israel y EEUU del otro, no se necesita mucha imaginación para predecir quién ganará y quién perderá en esta “disputa”. 

Es decir, más allá de que la solución de dos estados es imposible tal y como está planteada en los acuerdos de Oslo, según Finkelstein, Said y Benvenisti, legitima ciertas prácticas propias de la Sudáfrica de la época del apartheid.

De hecho, sugiere Finkelstein que el Oslo II es una auténtica fotocopia de la constitución de Transkéi, una de las diez republiquetas que el gobierno de los blancos sudafricanos reconoció como independiente, para expulsar hacia allí a la población negra, a la que previamente se le retiró la ciudadanía sudafricana, convirtiéndola en extranjera en su propio país.

Al igual que en Transkei, la ‘soberanía’ palestina planteada por los acuerdos de Oslo es nominal. El que mantiene el control es Israel, el que controla los recursos es Israel, igual que el gobierno del apartheid en las “repúblicas soberanas” no reconocidas por nadie salvo por el gobierno de apartheid.

En Transkei se crearon lo que se denominaba “polos de desarrollo”, básicamente para usar la mano de obra barata indígena, una estrategia parecida a la desplegada en Gaza y Cisjordania con los denominados “parques industriales”. El propósito no solo es aprovecharse de una fuerza de trabajo esclava, sino también asentar el modelo de bantustán como una alternativa real.

Y en esa suerte de ‘alternativa’ Israel actúa independientemente en lo que se reconoce como su zona de soberanía, dice Benvenisti, pero no deja que sean los palestinos los que controlen los recursos naturales de sus tierras, no vaya a ser que perjudiquen los intereses israelíes. En estas condiciones, desde luego, no puede haber equidad: me quedo yo con todo lo que está en mi tierra y en la tuya, hasta con el agua, pero tú puedes tener tu bandera y tu himno, como en Transkei.

El poder de negociación de los transkeinianos eran tan débil que se vieron obligados a aceptar todas las condiciones que les impuso el gobierno central. Sudáfrica se quedó con todo lo que valía la pena y a las repúblicas ‘independientes’ a cambio se les permitió tener casinos. Muy justo, ¿verdad?

El gobierno de apartheid lo vendía diciendo que los negros tenían así más independencia, y durante unos cuantos años esas explicaciones bastaron a la comunidad internacional, como bien sabemos.

Cita Finkelstein en su libro a Kenneth Stultz, investigador de las políticas afrikaner, que habla de un principio fundamental para que este tipo de ‘acuerdos de paz’ sean viables y no un mero calco de Transkei. “El principio decisivo es la equidad”. “El poder con el que cuentan los transkeinianos es administrar su propia pobreza sin que haya cambio en la propiedad de grandes cantidades de riqueza”, dice. Y es clave: sin la distribución justa de los recursos no puede haber solución alguna a conflictos de este tipo. Es decir, más allá de la ‘estatalidad’, que es a los que se aferran muchos cuando hablan de la solución de dos o de un Estado, es necesario hablar de la equidad económica.

Y también es necesario que, en algún momento, los responsables políticos —en este caso de Israel— reconozcan que la supremacía étnica es ilegítima. Es lo que sucedió en Sudáfrica, después de décadas de racismo como política estatal. Mientras la igualdad étnica sea rechazada por la mera doctrina israelí, mientras esa doctrina racista y colonial sea aceptada por la comunidad internacional, no parece que pueda haber solución.

En Sudáfrica los afrikaaner no es que amaneciesen un día siendo respetuosos con los negros. Fue un proceso de muchos años que combinó la lucha de la resistencia negra, con todo tipo de métodos, lucha sindical, y presión internacional: campañas de boicot, sanciones, el desprecio hacia las políticas del régimen de apartheid y condicionar el fin de las sanciones y bloqueos al fin de esas políticas racistas.

Los factores que hicieron posible que el gobierno racista de los blancos de Sudáfrica y la resistencia negra, el Congreso Nacional Africano, empezaran a negociar son múltiples: primero, los blancos parecen haberse dado cuenta, aunque les haya costado décadas, de que no podían contra la oposición negra; la situación llegó a un callejón sin salida: no podían terminar unilateralmente con las huelgas en las comunidades negras ni con su lucha.

Segundo, el efecto de las sanciones económicas internacionales fue clave. Había un embargo mundial, los bancos internacionales rechazaron renovar en 1985 los préstamos a corto plazo a Sudáfrica, la fuga de capitales se disparó. La inversión extranjera en la economía llegó a ser inexistente y encima cayeron los precios del oro, una de las principales materias primas que exportaba el país. Resultado de todo ello: una economía devastada.

En 1989 una resolución de la ONU vinculó el fin del embargo económico contra Sudáfrica con el fin del apartheid. Los políticos afrikaner tenían claro que la única forma de salir de ese atolladero sería empezar a considerar a los negros como seres humanos y devolverles sus derechos, entre ellos el derecho al voto, que sin duda cambiaría toda la realidad del país.

Uno de los factores que citan analistas es también la caída de la URSS y el fin de la Guerra Fría, eventos críticos para el Congreso Nacional Africano apoyado por los soviéticos. El fin de ese apoyo les hizo plantearse sentarse a negociar con sus victimarios. Una vez que ambas partes aceptaron la negociación (o mejor dicho, que se vieron forzadas a aceptarla como única salida, renunciando a otras vías más expeditivas), ese fue el principio del fin del apartheid.

Para solucionar un conflicto hace falta renunciar al supremacismo, acabar con la discriminación racial, garantizar la distribución y la administración justa de los recursos…sea dentro de un estado multiétnico y plurinacional o dentro de dos estados. Sin esto, nos podemos pasar otros 70 años escuchando que “nuestro vecino es inútil e incapaz de construir nada”. Está claro que el Estado de Israel actual no va a hacer nada de esto. ¿Podría influir en sus decisiones la comunidad internacional tal y como lo hizo con Sudáfrica? La experiencia sudafricana demuestra que sí. Pero de momento, el apoyo de EEUU hacia las políticas racistas de Tel Aviv parece inquebrantable.


Puedes ver el episodio completo de La Base aquí:

Madrid –

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