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Treinteañera fracasada

Llevo bastante tiempo con ganas de escribir sobre los nuevos relatos conservadores de La Nostalgia con los que tratan de escindir a mi generación, de polarizarnos, indicando quiénes somos las jóvenes adultas buenas y quiénes las malas


Es sábado por la tarde noche, estoy a punto de irme de fiesta y X (o sea, Twitter) me cuela en el algoritmo un tuit de un perfil que no sigo y que desconozco. Voy a reproducir aquí el mensaje íntegramente, al que acompaña la imagen de un carrito de bebé: «Imagina que tu planazo de sábado, a estas edades, fuera despertarte con resaca en un motelucho de centro Europa, habiendo llegado allí en un asiento de avión más barato que el de un bus de línea. Imagínate querer eso en lugar de esto. Yo lo consideraría un fracaso, la verdad».

No tengo ni puñetera idea de quién es su autor (un tal Javier Pérez Bódalo) ni de la edad que tiene, pero me atrevo a elucubrar que es algo más joven que yo. Para sorpresa de cero unidades de persona (esta expresión se ha puesto recientemente de moda y me flipa), me aparece entre sus seguidores otra treintañera de bien, además de Ayuso, Lacalle y Ciudadanos: Ana Iris Simón.

Llevo bastante tiempo con ganas de escribir sobre los nuevos relatos conservadores de La Nostalgia con los que tratan de escindir a mi generación, de polarizarnos, indicando quiénes somos las jóvenes adultas buenas y quiénes las malas.

Y es que a mí, a priori, no me parece especialmente un planazo despertarme en un motel, porque soy un poco pija. Pero de inmediato me lo replanteo. Despertarme en un motel, ¿acompañada de quién? ¿Con cuántas personas alrededor? ¿Habiendo tenido sexo satisfactorio y experimental la noche anterior? ¿Habiendo bailado hasta la extenuación punk berlinés de los 70 en un antro de paredes iridiscentes? Porque entonces, sí, joder: me parece un planazo.

No me gusta la monogamia, no me gusta la heterosexualidad, no me gusta el recato, la formalidad, pasar el fin de semana entre el parque de abajo de mi casa y mi salón. Odio limpiar el polvo, poner lavadoras, tender, cocinar

No me escondo. Tengo 30 años y soy una mala mujer. No me gusta la monogamia, no me gusta la heterosexualidad, no me gusta el recato, la formalidad, pasar el fin de semana entre el parque de abajo de mi casa y mi salón. Odio limpiar el polvo, poner lavadoras, tender, cocinar.

No vengo a decir con esto, ojo, que la sociedad líquida me parezca bien. Me gustaría tener un contrato indefinido, un curro estable, un sueldo digno para poder beber Jack Daniel’s en lugar de Jim Beam e ir al cine en vez de tener que ver películas en Netflix. Y no, no me gusta trabajar y no albergo ambición laboral: preferiría pasarme las noches entre semana yendo a bolos de jazz fusion, pero las salas de jazz tienen precios desorbitados y para poder pagarme las experiencias que me molan necesito ineludiblemente tener un curro formal.

Tampoco tengo pueblo que romantizar ni al que volver, yo soy «de aquí», de un barrio al noreste de Madrid. La clase de persona que te suelta: «pero píllate el 70, que vas más directa que haciendo dos transbordos en el Metro». Mis redes más sólidas no son las consanguíneas, son todos y todas las colegas que tuvieron que venir a esta ciudad a dejarse la vida estudiando fuera de su provincia por el centralismo capitalista y a quienes la gentrificación hiperneoliberalizada y la burbuja del alquiler expulsó de vuelta a lugares donde una década más tarde ya no pintaban una mierda.

No tengo ni idea de si me quiero casar, de si quiero parir, de si quiero criar. Y no se debe solo a la precariedad estructural. Porque lo que sí sé es que no querría hacerlo como siempre me dijeron que se debería hacer. No quiero tener que condenarme a una relación que sea una, santa, católica y apostólica. No quiero encerrarme en un piso de mierda con la misma persona todos días y renunciar a todos mis otros afectos. No quiero la individualización conservadora que te encarcela en la familia nuclear y te secuestra de la tribu. Me encanta recorrer pieles distintas, probar bocas distintas, compartir placeres, palabras, cuidados, abrir mi mirada a otras miradas al mundo desconocidas.

Me encanta convivir con mis colegas, aunque ojalá poder compartir piso por gusto y no por necesidad. Llegado el caso, desde luego, me encantaría poder también criar con mis colegas. No tengo casi nunca vínculos superficiales y paso muchos años queriendo muy intenso a las personas con quienes crezco y construyo en común.

Yo no sé si el fracaso a los 30 es despertarte con resaca un domingo al mediodía y sentirte vacía por dentro o hacerlo a las siete de la mañana para ir a acallar los sollozos de un bebé que alumbraste porque se suponía que era lo que se esperaba de ti. Lo que sí sé es que ahora podemos elegir cuál es la vida que deseamos erigir de un modo en que nuestras madres y abuelas no pudieron, porque no las dejaron. Podemos elegir tener pareja o no tenerla, construir redes de vínculos diversos, divorciarnos, maternar solas, maternar en grupo, no maternar en absoluto. Beber bourbon o zumo de tomate. Ser irresponsables, juiciosas, guarras, castas. Libres. Y nadie está legitimado a marcarnos el camino del éxito y del fracaso.

Sé, por último, que en todo caso aquello que no podemos elegir nada tiene que ver con que hayamos perdido los valores, ni se arregla con odas agostadas a La Nostalgia de otrora. El tiempo presente podrá ser una basura, pero no todo tiempo pasado siempre fue mejor, y eso bien lo sabemos las mujeres. Por eso me siento enormemente orgullosa de los nuevos valores feministas que estamos construyendo y que ponen en duda las instituciones que siempre se usaron en nuestra contra. Para encerrarnos, para silenciarnos, para que fueran otros quienes eligiesen por nosotras.

Así que sí: soy una muy mala adulta y todavía peor mujer. Os dejo ya, que mi compa de piso me espera para irnos de fiesta por ahí.


Madrid –

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