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José Coronado protagoniza 'Cerrar los ojos'

El actor José Coronado

Eduardo Parra / Europa Press

Bésame mucho

Sobre el consentimiento en el Imperio Romano y otras preocupaciones actuales sobre la ética del beso


¿Qué es un beso? ¿Desde cuándo nos damos besos? Las investigaciones antropológicas e históricas más recientes sitúan el origen de los besos en Mesopotamia hace 4500 años. Para la tranquilidad de quién me esté leyendo y dedique tiempo de su semana a pensar en el Imperio Romano (esta semana se ha viralizado un vídeo en Tiktok en el que se dice que las mujeres no somos conscientes de cuánto tiempo dedican los hombres a pensar en el Imperio Romano), puedo asegurarles también que ahí ya había besos. Sea como fuere, lo cierto es que los seres humanos llevamos milenios rozando nuestras bocas en distintas partes de los cuerpos de los otros para expresar con ello emociones y vínculos. Hay besos sexuales, maternales, de primeros encuentros, de Judas, de buenas noches. Hay besos consentidos, deseados y muchos, obligados. Hay otros que son forzados y, de estos, no todos tienen un componente sexual. Son los besos forzados, no consentidos y de componente sexual los que hoy nos hacen vivir inmersas en un encendido debate: ¿Cuándo está mal besar? ¿Cómo relacionarse con las mujeres si un beso o, incluso un piropo, pueden poner en un terrible riesgo a quien se relacione así con las mujeres? ¿Está condenada ya la seducción de manera irremediable por el feminismo?

En España hay hombres preocupados por esta materia y con razón. José Coronado, en una íntima entrevista en la que se pregunta con sinceridad qué es ser un hombre hoy, confesaba su preocupación por la seducción: “quiero poder decirle a una mujer que está guapa, pero que no me llamen agresor por ello”, advierte justo antes de sentenciar que a él no le va ni el país de Rubiales, ni el de Montero. En la misma línea, Ángel Martín decía en su matinal que él se baja de la III Guerra Mundial que estamos comenzando en el Ministerio de Igualdad contra los hombres: “Me preocupa que tengamos que acercarnos con escudos y espadas para relacionarnos” (Imagino que esto era un momento Imperio Romano). Esta preocupación traspasa fronteras y, nada más y nada menos que el propio Woody Allen, se preguntaba hace pocos días qué hay de malo en el beso de Rubiales: “Es difícil de entender que una persona pierda su trabajo por un beso”. El asunto es serio y así lo señalaba también en su día el catedrático Javier Álvarez, asesor de los socialistas en la contrarreforma pactada con la derecha de  Ley de LIbertad Sexual, ante el temor de que se aprobase la ley Montero en su modelo del consentimiento: “Pero quedarán también —con la Ley Montero— prohibidos los siguientes comportamientos, entre otros muchos: acercarse a la pareja, subrepticiamente (alevosía), y abrazarla, dándole así una «sorpresa cariñosa»; hacer, con engaño, que la pareja dirija sus ojos hacia arriba (¡mira!¡un lince ibérico volador!), y aprovechar que el mentón apunta al cielo para depositar en sus labios un enternecedor ósculo”

Para las que, como yo, no nadais cómodas en lenguaje truhán (Julio Iglesias es por cierto muy de enternecedores ósculos también) os cuento que ósculo significa beso. Y por si os sentís engañadas porque nunca os han hecho creer que un lince sobrevolaba vuestras cabezas para besaros sorpresivamente, os contaré que para la RAE (sede a tiempo parcial del truhanismo lingüístico, vivo legado del Imperio Romano) besar tiene múltiples acepciones. Del latín basiare, besar significa, literalmente, tocar u oprimir con un movimiento de labios. Señala la RAE que besamos a impulso de amor o de deseo o en señal de amistad o reverencia. En esa misma tradición romana que nuestro catedrático de referencia (que no latina, no sé si se va notando la ironía), besar también es hacer el ademán propio del beso, sin llegar a tocar con los labios. Así pues podemos besarnos por amor, deseo, amistad, reverencia o engaño. 

Parece lógico pensar que ser besada o incluso engañada para ello, es lo normal, lo de toda la vida, un acto intrínseco a nuestra forma de relacionarnos. Y así es, lo que hace que la pregunta sobre cuándo puede estar bien o mal besar sea profundamente incómoda, ya que se convierte en un cuestionamiento a nuestra forma de vivir, a nuestra cultura que se edifica en antiguas raíces. Y, aun así, ¿por qué aparece esta pregunta? Probablemente la respuesta resida en el hastío colectivo que producen en la cantidad inmensa de besos que damos que no queremos dar y besos que nos dan que no queremos recibir, ecuación enrevesada ésta la de los besos, que siempre coloca a unos como los que besan y a otras como las besadas. 

Hace unos días reflexionaba en el programa de Marina Lobo que muchas mujeres hemos sido besadas sin nuestro consentimiento y que esto es algo que sucede desde que eres pequeña, formando parte así de una cultura sexual que normaliza la impunidad, es decir, que es una conducta normalizada que puede llegar a ser sancionable pero que se da en muchas ocasiones sin castigo. 

Las declaraciones causaron fervor en la machoesfera patria. Por supuesto, la primera reacción se sostenía en la idea de que una mujer como yo nunca es besada y, por ello, a las gordas no nos hace falta el consentimiento. (A las guapas tampoco, por cierto, porque como son guapas siempre les apetece ser besadas cuando a cualquier truhán se le antoja.) Pero había una segunda reacción que sonaba a coro con los colegas arriba mencionados. ¿Pueden ser dos besos un problema? ¿Puede ser un beso constitutivo de un delito de agresión sexual? Más allá del análisis evidente, —y es que sigue siendo cuanto menos sexista que las mujeres seamos siempre saludadas con dos besos y los hombres con un apretón de manos—, lo cierto es que esta diferencia normaliza que muchas veces las mujeres seamos besadas sin quererlo. Es habitual en muchos contextos laborales y también políticos que, aunque intentes darle la mano a un hombre cuando lo acabas de conocer, éste te la agarre para atraerte hacia sí y así besarte. Mucho más frecuente aún es esta escena en el seno de la familia, cuando todas y todos de pequeños hemos repartido besos desganados y hemos sido besados con cierto cariño excesivamente efusivo en los mofletes. Es fascinante como esto último ha cambiado. Cada vez son más las familias que educan a sus hijos e hijas en la posibilidad de elegir cuándo ser besados, basándose, precisamente, en que si un beso sirve para expresar nuestro afecto, lo hagamos cuando queramos, pudiendo elegir así, y aprender desde muy pequeños esta importante lección, que tu cuerpo es tuyo y tú decides cuándo puede ser tocado. Y sí, muchas de estas situaciones no son más que besos que nos apetecía muy poco dar pero otras, cuando no queremos de ninguna manera  y aún así sucede, son violencia sexual. 

En España hay hombres preocupados por esta materia y con razón. José Coronado, en una íntima entrevista en la que se pregunta con sinceridad qué es ser un hombre hoy, confesaba su preocupación por la seducción.

¿Importa por tanto si la otra persona quiere ser besada? ¿Hace falta consentimiento para dar un beso siendo algo tan leve? Es fácil ridiculizar estas preguntas. Primero, porque con frecuencia se (mal) compara la gravedad de un beso no consentido con la de una violación, ahora que ambas conductas cuando se dan sin consentimiento pueden ser constitutivas de delito de agresión sexual con la pena proporcional correspondiente. Segundo, porque pueda parecer que con ello algunas feministas queremos acabar con la costumbre de besarnos como parte imprescindible de nuestra forma de amarnos, seducirnos y cuidarnos. Y, tercero, porque es necesario ridiculizarlo para minimizar todas las posibilidades de que estas preguntas puedan ser respondidas con éxito ya que, en el fondo, señalan el reto fundamental que el feminismo le está planteando a la sociedad: El #SeAcabó sentencia que para de verdad acabar con la desigualdad de género es también imprescindible que todas tengamos libertad sexual. Para ello no solo necesitamos una cultura de consentimiento, si bien ésta es imprescindible para garantizar las condiciones de posibilidad de la libertad sexual. Tienen razón quienes como Ania Srinivasian, en su espectacular libro El derecho al sexo, consieran que el consentimiento es una cajita demasiado pequeña para encajar todas las formas sexuales que tenemos de relacionarnos. Quizás no se trate tanto, como ella misma señala, de un deseo regulado por los requerimientos de la justicia, sino un deseo liberado de las ataduras de la injusticia. Besarse puede ser el mayor de los placeres, como también lo son los roces y caricias habituales en la seducción. Pero cuando no son consentidos, estos actos de naturaleza sexual se convierten en agresiones sexuales. Así que sí, si te llaman agresor, es muy probable que lo que ha provocado ese calificativo no sea un piropo, un beso o un rocecillo sorpresivo, querido hombre preocupado por las nuevas formas de seducir a las mujeres, sino más bien una agresión. Líbranos señor de estas ataduras, pero que sea a todas y todos a la vez. 

El debate es complejo y nos siguen haciendo falta más pistas. Hace poco nos llegaba una inesperadamente desde la cuna misma del Imperio Romano. Durante un acalorado e inesperado, para los comunistas italianos, debate sobre la necesaria o no reacción del feminismo al caso Rubiales entre Bifo y Pablo Iglesias, un público entregado sopla una de las claves. Consentimiento en italiano se dice consenso. Quizás la raíz latina aquí nos pueda dar pistas también. Besarse es y puede ser maravilloso, pero aunque tengamos dos ideas, expectativas o deseos diferentes sobre lo que pueda significar ese beso, que sea consensuado. Pueden dormir tranquilos todos los que piensan en el Imperio Romano. La nueva ética sexual admite lupercales, seducciones e, incluso, linces voladores; pero el feminismo es claro, besémonos mucho pero, eso sí —y esta es la única condición indispensable—, entre iguales. 


Madrid –

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