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Lucas Burgueño en un video subido por él mismo en las redes sociales

Burgueño ‘Martínez’, el facha

El caso es que me mantiene insomne desde entonces si calificar a este Burgueño desencadenado como fascista, facha, neonazi o qué, ni creo que pudiera adjetivarlo tampoco el poeta de más feraz verbosidad del entero orbe


Nosotros, los fachas de entonces, ya no somos los mismos, recitarían si hubieran leído a Neruda. Pocos psicólogos, sociólogos, poetas, antropólogos y politólogos se han preocupado en España de estudiar al facha, su genética, su evolución, sus cambiantes estilismos, su líquido y desbocado argumentario, su prosodia.

Umberto Eco lo intentó con el fascismo internacional en un libro/conferencia delicioso y muy interesante que no concluía nada, que es lo que deben concluir las grandes obras de pensamiento. Advertía Eco algo así como que el fascismo está compuesto por una multitud de nadies, por un conjunto de anti-ideas mudables, intangible e inclasificable por tanto, evanescente y desdibujado o indibujable. Por eso, desde la antigüedad, las distintas formas de ascenso de los fascismos jamás se pudieron prever. Cuando los fascismos llegan al poder, nadie se explica de dónde coño ha salido tanto fascista, tanta unanimidad fascista.

Me vienen a mientes estas desordenadas reflexiones a raíz de la detención de Lucas Burgueño, que se hizo famoso por impedir al diputado socialista Óscar Puente que ocupara su asiento en el AVE Valladolid-Madrid. Estaba Burgueño indignado por la réplica satírico-festiva que le endosó Puente a Feijóo como respuesta al discurso prederrotado de investidura. Pero no lo detuvieron por eso.

La policía vallisoletana lo entrulló por acoso y allanamiento de morada, pues al parecer el interfecto se coló a dar voces y golpes en el piso que su novia comparte con una amiga, o algo así. Las informaciones eran aun algo confusas al cierre de mi pereza.

Lucas Burgueño tiene además un juicio pendiente por agredir a dos policías en un bar, y en las redes sociales cuelga sensibles vídeos no de gatitos, sino de su persona consumiendo cocaína y jactándose de venderla a medio centenar de diputados. Parece ser que nuestros jueces consideran venial este tipo de emisiones, así que el vídeo sigue rulando por las redes cual último bodrio de Shakira.

El caso es que me mantiene insomne desde entonces si calificar a este Burgueño desencadenado como fascista, facha, neonazi o qué, ni creo que pudiera adjetivarlo tampoco el poeta de más feraz verbosidad del entero orbe.

En mi Galicia natal, cuando mi infancia y adolescencia, el fascista era bien fácil de discernir por una simple razón: se enorgullecía de serlo y te lo decía

En mi Galicia natal, cuando mi infancia y adolescencia, el fascista era bien fácil de discernir por una simple razón: se enorgullecía de serlo y te lo decía. Había dos tipos: el facha cadenero, que así los llamábamos porque usaban cadenas de bici para apalear sindicalistas y obreras, y el facha melifluo, que solía ser muy pálido y pequeño y discurseaba todo el rato sobre el amor viril en los ejércitos, con tanto entusiasmo que acababas sospechando que lo que quería era comerte la polla, y no solo el coco.

Aquel facherío era tan transparente que, en la televisión de 625 líneas, estaba cotidianamente representado por manifestaciones de generales desbocados que amenazaban a Adolfo Suárez, Felipe González y, siempre, al general demócrata Manuel Gutiérrez Mellado, con un inminente golpe de Estado. Los españoles les tenían tanto miedo que votaron la Constitución del 78 sin leerla, no fuera a ser. Los chavales observábamos aquellas violentas imágenes de militares abruptos insultando a presidentes con serena indiferencia. Los fascistas eran un paisaje más de nuestra infancia.

Ahora todo es mucho más confuso, empezando por el hecho de que los fascistas ya no se vanaglorian en público de serlo, sino que, además, una de las ideas madre de su discurso es llamar fascistas a los antifascistas, lo que intelectualmente te pone en un contradiós, en un brete y en un desvelo. Y abusan de nuestra palabra libertad como abrelatas de procesos electorales, cuando de todos es sabido que fascismo es inherente a falta de libertad.

El caso es que me salgo del artículo sin saber si este Lucas Burgueño es un fascista o un simple propio, de profesión psicólogo y sus rayitas. Y eso es lo que me da más miedo de este nuevo fascismo. Que me suenan cencerros de bueyes invisibles en el prado, pero no sé verlos ni reconocerlos entre tanta neblura. A veces hasta los encuentro en el cuerpo de mi mejor amigo. Y otras, por qué no decirlo, también en mí.


Madrid –

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