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El Rey preside en Barcelona la entrega de despachos a la nueva promoción de jueces — David Oller / Europa Press / ContactoPhoto

Constitucidio

Democratizar el acceso a las profesiones jurídicas es perentorio, pero también hay que reformularlas con perspectiva democrática, creando algunas nuevas y suprimiendo otras


En España, también en otros países, las élites económicas imponen su dominio frente a las mayorías sociales. Así lo corroboran las cifras enquistadas de riesgo de pobreza, exclusión social y desigualdad. El ejercicio del derecho de sufragio universal no logra redistribuir sustancialmente la riqueza y el bienestar. ¿Por qué?

No siempre somos conscientes, pero las élites utilizan todas las herramientas disponibles para reproducir e incrementar su dominio. Afortunadamente, al menos en determinados ámbitos de la izquierda, cada vez se debate más sobre el modo de proceder de los poderes económico y mediático, que tienen una magnitud superior a la del poder público o institucional (lo que de manera incorrecta llamamos poder político). Sin embargo, casi no se habla del poder jurídico, un poder instrumental al servicio de la clase dominante. Podríamos decir que el poder jurídico es el que ejercen los operadores jurídicos con capacidad decisoria a la hora de aplicar e interpretar el Derecho. El poder jurídico es bastante más amplio que el poder judicial (judicatura), ya que incluye a otros operadores que también se sitúan en los niveles superiores de la comunidad jurídica (fiscales, el alto funcionariado, el notariado, la academia, la gran abogacía del poder, etc.). Una buena forma de identificar el poder jurídico es enumerar los colectivos que emitieron un comunicado durante las negociaciones de la amnistía. Enric Juliana fue perspicaz al bautizar, tiempo atrás, a la Brigada Aranzadi.

Si ponemos el foco en las décadas transcurridas desde que echó a andar el actual sistema constitucional, no es descabellado concluir que el poder jurídico ha contribuido activa y decisivamente a cercenar las posibilidades de avance democrático que ofrece la Constitución de 1978, aunque esta naciera ya herida de muerte.

Como el poder de la mayoría de los Estados cada vez es menor, también sería oportuno prestar atención a la operativa del poder jurídico en los ámbitos europeo y global. La arquitectura jurídica de la Unión Europea y de la globalización neoliberal blinda los intereses de la clase dominante e inhibe la efectividad de los derechos sociales. Pero, por si no fuera suficiente, también hay élites jurídicas que se encargan de las tareas de mantenimiento o de llevar a cabo nuevas ofensivas. Piénsese en la gran industria del arbitraje de inversiones o en los operadores jurídicos que abren las puertas de los paraísos fiscales.

En España, el poder jurídico ha centrado sus esfuerzos en apuntalar la vigencia del principio monárquico. Dice la Constitución española que el rey es símbolo de la unidad y permanencia del Estado, pero el rey no responde ante la ciudadanía ni por sus delitos. En la Constitución de 1978 se incorporaron importantes residuos de la llamada monarquía constitucional, fórmula predemocrática que no debe confundirse con la monarquía parlamentaria. Las interpretaciones jurídicas dominantes han amplificado la huella del principio monárquico en perjuicio del principio democrático. No es solo un símbolo.

También el poder jurídico opera como guardián de un nacionalismo español esencialista que bloquea la configuración territorial del Estado. Más o menos explícitamente, la tesis del poder jurídico es que la nación, indisoluble e indivisible, precede al pueblo. Da la impresión de que los exiguos restos de la soberanía española que dejan la Unión Europea y la globalización no residen en el pueblo, sino en la nación. Y la soberanía nacional nunca fue lo mismo que la soberanía popular. En la Constitución ya estaban los posos de este pernicioso nacionalismo; el poder jurídico lo ha regenerado.

Por supuesto, el poder jurídico se ocupa, con idéntica eficacia, de contener la lengua de los derechos. La cultura jurídica de la transición, todavía hegemónica, sigue siendo una cultura de ley y no derechos. Más aún, los derechos fundamentales han devenido en un discurso propagandístico idóneo para reproducir el orden social. Paradójicamente, la estrategia de los derechos sirve como coartada para blindar las libertades de mercado, la concentración del poder mediático, las resistencias machistas, el deterioro del medio ambiente o las privatizaciones de los servicios públicos.

Los actos preparatorios del Constitucidio tuvieron lugar durante la inmodélica transición, pero el Constitucidio no se habría ejecutado sin la perenne intervención del poder jurídico. A estas alturas ya deberíamos saber que no habrá cambios estructurales democratizadores si no se plantea la reforma del Estado en sentido amplio y si no se repara en el hecho de que el Estado se materializa a través de la Administración y el Derecho. Democratizar el acceso a las profesiones jurídicas es perentorio, pero también hay que reformularlas con perspectiva democrática, creando algunas nuevas y suprimiendo otras. Sin olvidar la necesidad de democratizar la cultura jurídica y la totalidad de los mecanismos institucionales que perpetúan el pensamiento jurídico reaccionario.


Madrid –

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