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Los ponentes de la Constitución española de 1978 — Twitter (X) del Congreso de los Diputados

El mensajero del que nadie te habló

El archicitado artículo 2 de la sagrada Constitución española fue definitivamente redactado por el estamento militar


Desde la aprobación de la Constitución de 1978, buena parte del debate público ha girado en torno a la cuestión territorial. La formación del Estado de las Autonomías, el terrorismo de ETA (el Movimiento Vasco de Liberación, según Aznar), los conflictos competenciales, las reformas estatutarias o, más recientemente, el procés han sido, entre otros, temas centrales de la política española. No descubro nada si digo que el nudo tiene que ver con los subterfugios del Estado ante las demandas soberanistas de las naciones sin Estado.

Desde hace meses, la agenda política española ―en buena medida por decisión del poder mediático― se halla monopolizada por la amnistía. Ahora bien, no hay que olvidar que la amnistía es consecuencia de la reacción penal del Estado a un proceso político encaminado a la autodeterminación y la independencia de Cataluña, una sucesión de hechos que tiene como factor desencadenante la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 que recortó el Estatuto de Cataluña de 2006.

La respuesta del poder (medios de comunicación, Tribunal Constitucional, poder judicial, Estado profundo, comunidad jurídica, academia, etc.) a las demandas soberanistas o a cualquier intento de canalización democrática del conflicto territorial es sobradamente conocida: todo vulnera la Constitución española. El artículo 2 de la Constitución es el precepto más recitado por el coro del poder: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles…». No se puede negar la relevancia jurídica, política y mediática del artículo 2 de la Constitución a la hora de abordar la cuestión territorial, pero precisamente por ello sorprende que casi nadie se haya ocupado de contar al conjunto de la ciudadanía lo que ocurrió en su proceso de redacción. El mensajero que fortificó la Constitución territorial española continúa siendo un completo desconocido.

Quien mejor lo ha contado, creo, ha sido el profesor Josep M. Colomer en su recomendable libro El arte de la manipulación política (1990): «El término “nacionalidades” resultó particularmente desagradable para AP y para el Ejército y de hecho la redacción final no fue obra de la ponencia sino que llegó de ella en forma de un papel escrito a mano, procedente del palacio de la Moncloa, en el que a los términos citados se habían añadido los de “patria común e indivisible” e “indisoluble unidad de la nación española”. El mensajero de UCD que lo llevó hizo observar a los demás ponentes que el texto tenía las “licencias necesarias” y no se podía variar ni una coma del mismo porque respondía a un compromiso literal entre la presidencia del Gobierno y los interlocutores fácticos, intensamente interesados en el tema. Ante ello, el ponente Pérez Llorca se cuadró y, llevándose la mano extendida a la sien, hizo el saludo militar». Un protagonista de los hechos, Jordi Solé Tura, ya había anticipado parte de lo ocurrido en su libro Nacionalidades y nacionalismos en España (1985): «Pero la respuesta que me dieron los representantes de UCD es que no se podía variar ni una coma, porque aquél era el texto literal del compromiso alcanzado con los sectores consultados. Evidentemente, no se especificó cuáles eran estos sectores, pero no es difícil adivinarlo».

En resumen: todo apunta a que el archicitado artículo 2 de la sagrada Constitución española, el precepto que contiene la clave de bóveda de la arquitectura territorial de nuestro sistema político, fue definitivamente redactado por el estamento militar.

El hecho es en sí mismo extremadamente grave. Pero también tiene un hedor simbólico: la cuestión territorial está tutelada por poderes antidemocráticos desde la génesis del sistema político. La incapacidad para resolver democráticamente el problema territorial trae causa de un déficit democrático de origen.

Hay quien dice que la izquierda no tiene nada que hacer en el plano electoral si el tema de conversación es el conflicto territorial. También hay quien dice que el conflicto territorial no tiene solución, y que solo se puede aspirar a gestionarlo. Sin embargo, creo que estas visiones pesimistas conducen a la parálisis. Ojalá no existiera conflicto territorial alguno y los temas de debate fueran la crisis climática, las desigualdades de clase y género o cómo garantizar cada uno de los derechos humanos. No escasean los problemas urgentes. Pero lo cierto es que hay un conflicto territorial irresuelto. Lo que debería hacer la izquierda y cualquier persona con unas mínimas convicciones éticas es explicar ―con pedagogía, firmeza y sin complejos― que los problemas territoriales en un Estado social y democrático de Derecho precisan de soluciones democráticas, que la amnistía es la única propuesta decente a la antidemocrática respuesta penal del Estado y que, más pronto que tarde, deberíamos consensuar un arreglo democrático duradero a la cuestión territorial. A quienes, todavía hoy, utilizan mensajeros en forma de resoluciones judiciales prevaricadoras o podredumbre mediática hay que decirles que la democracia no admite tutelas autoritarias.


Madrid –

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