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Jura de bandera de Leonor de Borbon

Ramón Comer / Europa Press

#FreeLeonor

Uno de los de los principales mecanismos de las élites para perpetuarse élites es el uso y abuso del protocolo, en todas sus formas. Ser sólo ellos y ellas los elegidos, con acceso al secreto mejor guardado del cubierto adecuado, el saludo oportuno, el largo preciso de la falda


Nos han querido vender casi como si se tratara de una transgresión feminista la que probablemente resulte ser la imagen más ‘creepy’ y conservadora que jamás hayamos visto de Leonor de Borbón y Ortiz. Qué jovencita tan empoderada, una mujer que será la futura reina de España, con estudios, con idiomas e intachable allí en Zaragoza rodeada de zagales. Y este sábado, por fin, con su uniforme de gala: sombrero ros, chaqueta azul cual armadura, pantalón rojo España recto y sin gracia. Porque, sorpresa: una mujer empoderada, para quienes no quieren que cambie nada, es la que se enfunda un uniforme tradicionalmente masculino, símbolo de poder masculino (o sea, símbolo de poder) y que es capaz de mantener cara de hombre champiñón, que ni siente, ni padece, ni llora, ni celebra, ni se emociona, ni se caga en sus muertos por ir obligada a hacer una formación militar antes de haber alcanzado los 18.

Aunque ya hace mucho tiempo que se dejó de aludir a una supuesta naturaleza divina de la monarquía para justificar su injustificable existencia, todavía asistimos a una semiótica, una retórica y una estética de marcado carácter divinizante que busca seguir atribuyendo esa esencia diferenciadora a la familia real respecto del resto de los simples mortales. 

Y es que uno de los de los principales mecanismos de las élites para perpetuarse élites es el uso y abuso del protocolo, en todas sus formas. Ser sólo ellos y ellas los elegidos, con acceso al secreto mejor guardado del cubierto adecuado, el saludo oportuno, el largo preciso de la falda. Que quede señalado, sin necesidad de que nadie se moje apuntando con el dedo, quién está fuera, quién no pertenece, quién desconoce cuál es el cuchillo del pescado y los colores pertinentes para un acto solemne.

En este sentido, la estética y la performatividad castrenses se alzan como máximos compromisarios de este protocolo rígido y deshumanizante. Porque en eso se sustenta la mencionada estrategia: en que parezca que no son humanos, que están por encima del bien y del mal. No se les arruga ni ensombre la chaqueta blanca, inmaculada, y el gesto inanimado de su rostro no lo perturban la alegría, la pena, ni el miedo a la muerte.

La adolescencia sí es transgresión, es cuestionar las normas, romper el statu quo, desaprenderte, cagarla, reinventarte, romperte y reconstruirte con agencia y con voz propia. Por eso a los adultos les resulta tan incómoda y por eso las élites conservadoras buscan disciplinarla y vendernos a Leonor como si hubiese nacido vieja, intachable, esencialmente protocolaria

Y hablo aquí, no me escondo, desde una necesidad propia, expiatoria, como damnificada. Exalumna de un colegio militar que, tras años vistiendo rigurosamente el frío uniforme de falda gris marengo y jersey azul marino, se plantó, ya en jornada no lectiva, a recoger su boletín de notas de segundo de Bachillerato enfundada en unas medias de rejilla, shorts vaqueros cortados por ella misma, Dr. Martens que trepaban hasta la rodilla y una camiseta de tirantes que dejaba entrever los tirantes del sujetador. En resumen, que pasé por allí 15 minutos a recoger un papel y despedirme para irme a seguir luego con mi vida vestida como yo vestía siempre fuera de los muros escolares. Y en conclusión, que me marché del centro de estudios en el que había pasado cada día de los últimos 15 años de mi vida con una reprimenda por mi atuendo adolescente en lugar de con un abrazo por los lustros compartidos y la enhorabuena por mi media final de 9,6.

Y es que la adolescencia sí es transgresión, es cuestionar las normas, romper el statu quo, desaprenderte, cagarla, reinventarte, romperte y reconstruirte con agencia y con voz propia. Por eso a los adultos les resulta tan incómoda y por eso las élites conservadoras buscan disciplinarla y vendernos a Leonor como si hubiese nacido vieja, intachable, esencialmente protocolaria.

De hecho, por eso en los últimos años ha resultado tan revulsivo el irreverente y mundano comportamiento —por fin reconocido— del emérito. Como si fuese un adolescente revolucionado al que todo se la suda de ochenta y no sé cuántos. También por eso siempre me ha atraído tanto (disculpadme mil veces, es que no puedo evitarlo) la figura de Froilán, ese pijo que de tan pijo acaba saliéndose del tiesto y actuando de un modo tan punki que pone en peligro la reputación de la familia; la autopreservación de la institución.

Así que, probablemente, poder ver a la princesa dar la bienvenida a su mayoría de edad en TikTok luciendo un crop-top de rejilla con strass y unos pantalones cargo —pero cadereros y de pata de elefante—, mientras sujeta una Chipys en cada mano, la haría a ella una adolescente más feliz y al resto nos aproximaría un poco más a una III República.

Porque España, en todo caso, es una chavala que el viernes por la noche acaba en un portal abrazada a sus amigas, compartiendo confidencias y sujetándose del pelo las unas a las otras si acaso necesitan echar la pota antes de subir a casa. España son todas las chavalas a las puertas de los 18 que un sábado por la mañana lo que juran es no volver a mezclar jagger con vodka y cerveza, no bandera


Madrid –

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