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Domicidio: viviendas destruidas en Gaza

Imagen de Gaza —Motaz Azaiza / Instagram

Gaza a través del espejo

Podría parecer una muestra de insensibilidad abordar el conflicto palestino-israelí desde la perspectiva de un consumidor de medios. Irónicamente, ésta es, en realidad, la perspectiva de la mayoría de nosotros


Resulta imposible no pensar estos días en el intelectual palestino-estadounidense Edward Said, aunque su nombre, paradójicamente, haya aparecido tan poco en las páginas de los medios de comunicación. Said es autor, entre muchos otros títulos, de Cubriendo el islam: cómo los medios de comunicación y los expertos determinan nuestra visión del mundo (Debate, 2005). En él analizaba críticamente el desfile litúrgico que acontece en nuestras pantallas inmediatamente después de cada atentado o conflicto regional. Un desfile formado por especialistas improvisados o incubados en think tanks que se presentan engañosamente como objetivos e independientes, periodistas que descienden en paracaídas sobre países de los que conocen superficialmente su historia, cultura e idioma, y, en suma, generalizaciones y estereotipos que en ocasiones rayan la caricatura. Han pasado veinte años desde la muerte de Edward Said, lo que hace que este fenómeno recurrente sea todavía más deprimente.

Del retorcimiento del lenguaje periodístico para sustraer al Tsahal de la responsabilidad de sus bombardeos prácticamente está todo dicho a estas alturas. De los reportajes en televisión y las imágenes en las redes sociales convendrá un detallado análisis forense más adelante. En este conflicto —como en todos los anteriores— los palestinos son privados de individualidad y agencia: son una cifra de muertos, una pila de cadáveres cubiertos con sábanas ensangrentadas, anónimos familiares de víctimas de los bombardeos israelíes —también anónimas— cubiertos de polvo y sangre y con las caras desencajadas por el dolor. En el mejor de los casos, presentados como rehenes de Hamás —como si sus integrantes y simpatizantes no fuesen, también ellos, palestinos, y esta organización resultado de un proceso histórico que se prefiere obviar—, a los que se permite aparecer únicamente bajo pasamontañas negros y empuñando viejos kaláshnikov, arrollando una fiesta en motocicletas y descendiendo en parapente sobre sus asistentes —que, estos sí, tienen nombre y apellidos— como un ejército de arcángeles cayendo sobre los mortales blandiendo espadas de fuego para llevar a cabo su castigo apocalíptico: mitad relato bíblico, mitad Mad Max.

“Esta guerra libera, gracias al poder de los medios de comunicación, una masa exponencial de estupidez, no la estupidez propia de la guerra, ya de por sí considerable, sino de estupidez funcional, profesional, de quienes pontifican en el comentario perpetuo del acontecimiento”, anotaba Baudrillard

Aunque justamente criticado por Alain Sokal y Jean Bricmont en Imposturas intelectuales por su uso incorrecto de términos científicos, otro de los títulos que vienen a la mente estos días es La guerra del Golfo no ha tenido lugar (1991), del filósofo francés Jean Baudrillard, por sus incisivos comentarios sobre el ruido mediático en el periodismo de guerra. “Esta guerra libera, gracias al poder de los medios de comunicación, una masa exponencial de estupidez, no la estupidez propia de la guerra, ya de por sí considerable, sino de estupidez funcional, profesional, de quienes pontifican en el comentario perpetuo del acontecimiento”, anotaba Baudrillard, para quien “nadie va exigirle cuentas a tal o cual (experto o general, o intelectual de turno) por las tonterías o las sandeces que haya proferido el día antes, puesto que quedarán borradas por las del día siguiente”. De este modo, apostillaba, “todo el mundo queda amnistiado gracias a la sucesión ultrarrápida de acontecimientos falsos y de discursos falsos”, un “lavado de la estupidez mediante la escalada de la estupidez, que restaura una especie de inocencia total, la de los cerebros lavados, limpiados, atontados no por la violencia, sino por la siniestra insignificancia de las imágenes”. Aplicado al día de hoy: los mismos expertos que fracasaron explicando y pronosticando el conflicto en Siria, luego reciclados en expertos que fracasaron explicando y pronosticando el conflicto en Ucrania, son quienes ahora nos explican y pronostican el conflicto palestino-israelí. Seguramente sean los mismos que algún día nos expliquen y pronostiquen el conflicto entre Taiwán y China, en el Sahel e incluso en el valle de Fergana, si se tercia la ocasión. Al fin y al cabo, ¿Quién se acuerda de Siria? Como ha afirmado en varias ocasiones el periodista estadounidense Mark Ames, la clave está en fracasar en el lado adecuado.

Todo lo anterior se escribía, ni que decir tiene, antes de la aparición y popularización de las redes sociales, que han exacerbado lo arriba descrito, aunque al menos también han proporcionado, en parte, una herramienta para contrarrestarlo, si bien imperfecta e insuficiente por motivos que sería demasiado largo explicar aquí. La luz de la pantalla de nuestros teléfonos móviles, que habría de servirnos como linterna para guiarnos por el bosque de la desinformación, amenaza con cegarnos con su brillo. Una situación que no debería pasar desapercibida no ya a los expertos del campo de la comunicación, sino a casi cualquier usuario con algo de experiencia en el manejo de redes sociales. Que, dicho sea de paso, no es un terreno nuevo para ninguno de los bandos en el conflicto palestino-israelí, que ya recurrieron a las redes sociales durante la Operación Pilar Defensivo en 2012. Como en el terreno militar, la correlación de fuerzas favorece aquí a Israel, acaso uno de los países con más experiencia en el uso de cuentas falsas (sock puppet accounts) y redes de usuarios, tanto falsos como reales, para amplificar su mensaje a nivel internacional.

El riesgo es que la izquierda, en su conjunto, termine en esta situación perdiendo foco y estabilidad —más aún si cabe—, como hace años alertaba Adolph L. Reed Jr., y su métier quede reducido a “ser testimonio, manifestar solidaridad, y el acontecimiento o el gesto”, a “’enviar mensajes’ a quienes están en el poder, a hacer declaraciones y estar al lado o a favor de los oprimidos”. De este modo, la indignación no cuaja en respuesta política y se pierde en el tsunami de las redes sociales, entre los detritos de vídeos de gatos, consejos de maquillaje y dietas milagro.

“Nuestros cerebros no evolucionaron para ser teletransportados a una nueva masacre de un día para el otro y decirles que les importase y tomasen bando mientras estamos sentados confortablemente en casa: la mitad de nuestro sistema nervioso en alerta, el resto relajado”, escribía hace unos días el periodista Yasha Levine en X —antes conocido como Twitter—. “Todos estamos conectados a una máquina cibernética mundial en crisis nerviosa que quiere que consumamos una esquizofrenia inducida por internet: voces en nuestras cabezas diciéndonos qué decir, qué hacer, mostrándonos cosas que ocurren en lugares lejanos en los que nunca hemos estado, nada de ello es real, pero, de repente, lo es”, añadía. A los comentaristas de medios les acostumbra a gustar la metáfora de los medios de comunicación como un espejo que refleja la realidad. Los comentaristas críticos suelen ir un paso más allá y hablar de un espejo deformante. Pero en un ecosistema de medios como el actual quizá sea más apropiado decir que, como en las novelas de Lewis Carroll, atravesamos el espejo a un mundo en el que las noticias crecen y decrecen al antojo de otros y donde el lector corre todo lo que puede para llegar exactamente al mismo sitio.


Madrid –

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