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Presentación del Informe PISA 2022, 5 de diciembre de 2023 — Alejandro Martínez Vélez / Europa Press / ContactoPhoto

Informe PISA: los árboles no dejan ver el bosque

Defender el legado cultural de la humanidad es, como siempre, responsabilidad de todos


La semana pasada, el informe PISA ha noticia en distintos medios. Para unos, se trata de la crónica de un desastre anunciado (ahí seguimos, Umberto, entre apocalípticos e integrados); a otros les ha servido para pensar que se están haciendo muy bien las cosas. Como siempre, se trata de datos objetivos cuya interpretación es siempre cuestionable.

Quizás convenga revisar la naturaleza de las pruebas, debido al espíritu que destilan. En la web del ministerio dedicada a PISA, se indica que «Este estudio muestral de evaluación educativa se centra en tres competencias consideradas troncales: ciencias, lectura y matemáticas. Además, en cada ciclo se explora una competencia innovadora» y menciona la competencia en la resolución colaborativa de problemas en 2015, la del pensamiento global, en 2018 y el pensamiento creativo en 2022. Esto ya plantea un problema: ¿Cómo definir la competencia en ciencias? ¿Y la competencia en lectura o matemáticas? ¿Es que, acaso, las competencias son materias? ¿Qué es una competencia innovadora? ¿Qué son las competencias, entonces? ¿Cuál es su origen? La página web del Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes indica que las competencias son «Desempeños que se consideran imprescindibles para que el alumnado pueda progresar con garantías de éxito en su itinerario formativo, y afrontar los principales retos y desafíos globales y locales». El enfoque competencial inspirado por Europa (2018/C 189/01) y que tenía presencia en la LOMCE ya refiere una recomendación europea previa de espíritu semejante (2006/962/CE), y hay una mención previa en la UNESCO (1996). De forma sucinta, la idea que subyace en las competencias es que son habilidades que se demuestran sabiendo hacer algo y que denotan, en mayor o menor grado, un criterio utilitarista y materialista, es decir, el aprendizaje y el desarrollo personal no son un fin en sí mismos, su motivación es otra: tener una utilidad demostrada y contrastable y que, además, estén vinculadas con el ámbito laboral. En otras palabras y en última instancia: el estudiante ha de ser útil acabada su formación.

Esto no es nada inocente ni tampoco está disimulado. Acompaña al criterio de los tiempos modernos en la necesidad de que el conocimiento tenga una aplicación práctica casi inmediata y cuestiona todo aquello que (aparentemente) no lo tenga. Sin embargo, el ser humano afronta las mismas preguntas sin respuestas desde siempre (el sentido de la vida, la muerte, el espacio infinito, el tiempo), preguntas que, de algún modo, son inútiles pero que son clave en nuestra existencia, cuyo fin, en realidad, tampoco tiene por qué ser el de la utilidad (¿sería lícito que nuestras relaciones personales estuvieran marcadas por el mismo criterio?). Sin embargo, aplicado a la enseñanza y al aprendizaje, el criterio de lo útil es un arma de doble filo: ¿Qué utilidad tienen los sonetos de Shakespeare? ¿Qué fin persigue hoy en día La ronda nocturna de Rembrandt? ¿Para qué le sirven a un estudiante de secundaria el teorema de Pitágoras, la mecánica de fluidos o las funciones? ¿Por qué se reverencia la piedra Rosetta en el British Museum o se conserva parcialmente el friso del Partenón en sus salas, si su utilidad es ninguna? ¿Para qué aprender griego clásico y declamar hexámetros homéricos con perfecta cadencia? ¿Para qué componer una pieza musical si no va a servir de soniquete en un anuncio y no agotará sus compases en la radio procurando infinitas ganancias a su creador? ¿Por qué escribir este texto u otro cualquiera? ¿Qué afán acompaña todos estos actos si la utilidad de todo esto y mucho más es absolutamente cuestionable? Defender el legado cultural de la humanidad es, como siempre, responsabilidad de todos y nada más borgiano o más triste que imaginar que unos ojos que se cierran por última vez fueron los últimos en escuchar una melodía o en comprender el significado de un verso inacabado. Y esto no es útil. Tampoco es cuantificable.

A propósito de esto, avisó Mark Fisher en Realismo capitalista: hay una carga burocrática cada vez mayor sobre los docentes en la que los procesos de enseñanza-aprendizaje se diluyen inevitablemente: más programaciones y documentos, evaluaciones imposibles, cargas lectivas que hacen inasumible la educación personalizada que persiguen y propugnan las leyes educativas. Los docentes son Sísifos modernos a los que los cambios de legislación arrojan de nuevo a los pies de la montaña. Desde que iniciamos el siglo, llevamos cuatro leyes (LOCE, 2002; LOE, 2006; LOMCE, 2013; LOMLOE, 2020), algo en lo que no parece no haber consenso pese a que las dos últimas ahondan en las competencias. Las leyes educativas siguen los mantras del momento, absolutamente incuestionables, como por ejemplo las nuevas tecnologías (a pesar de que se lleven llamando nuevas tecnologías durante los últimos veinte años) y se realizan inversiones descomunales en aparatos cuya obsolescencia está programada, en aplicaciones informáticas que no terminan de funcionar, cuando lo único absolutamente infalible es aquello que parece imposible de realizar precisamente debido a su sencillez: bajar ratios docente-alumnos, contratar más profesores. Y esto vale para todo lo que preocupa en el ámbito de la enseñanza: los idiomas, el acompañamiento emocional, la enseñanza absolutamente personalizada, e, incluso, el aprendizaje competencial. Mientras tanto, podemos discutir sobre los móviles o la edad de uso de TikTok todo lo que queramos y sucederá lo de siempre: los árboles no dejan ver el bosque y nos distraen del problema principal.

Entre tanto, podemos justificar de cualquier modo bajadas y subidas en el informe PISA y legislar en consecuencia, incluso hacer ranking por países, comunidades autónomas y centros educativos. O hacer otra ley. U otras dos. El titular estará logrado, tanto para los que lo vean muy bien como para los que lo vean muy mal. En todo esto, como en todo, la fuerza de la sociedad está en realizar un movimiento maniqueo rápido y colocarse siempre-siempre del lado de los buenos. El logro competencial estará garantizado por más que, como escribiera Alberti a propósito de otra cosa: qué dolor de papeles que ha de barrer el viento, qué tristeza de tinta que ha de borrar el agua.


Madrid –

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