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Idoia Villanueva e Irene Montero, Organización del encuentro de trabajo en Copenhague — Twitter (X) Idoia Villanueva

La urgente necesidad de transformar Europa

Sobran los motivos para cuestionar el desempeño histórico de la Unión Europea. Pero la solución a nuestros males no pasa por su desaparición, sino por su transformación


Las elecciones europeas se celebrarán en España el próximo 9 de junio. Faltan poco más de tres meses, a buen seguro engullidos por una voraz actualidad mediática. Casi nunca hay tiempo para la pausa y la reflexión en una esfera pública interesadamente apresurada.

¿Qué nos jugamos el próximo 9 de junio? Casi todo. Aunque el presupuesto de la Unión Europea es pequeño en términos del PIB, las instituciones europeas cada vez acumulan más peso decisorio, también en los Estados miembros. Buena parte de las normas que aprueba el Parlamento español tiene su origen en la actividad de la Unión Europea. He aquí una de las principales deficiencias democráticas de nuestros sistemas políticos: las opiniones públicas y la actualidad mediática siguen ancladas en el Estado, mientras que los centros europeos de poder (por no hablar de los poderes privados) pasan desapercibidos para la ciudadanía. Más nos vale tomarnos en serio Europa.

Hoy la Unión Europea se halla en una encrucijada. La pandemia, la guerra rusa contra Ucrania y el genocidio de Israel contra Palestina han contribuido a configurar un nuevo e incierto tablero geopolítico en el que se disputa la hegemonía y ―esto se dice mucho menos― el control de materias primas escasas en un contexto de colapso ambiental. ¿Qué papel debe jugar Europa en esta globalización fragmentada? Europa podría trabajar para la paz ―por convicciones e intereses propios― o seguir siendo el pagafantas de Estados Unidos en perjuicio del orden internacional y de la ciudadanía europea. No es una disyuntiva cualquiera.

Como derivada del nuevo contexto geopolítico, la Unión Europea también afronta el reparto de la tarta resultante de la reglobalización entre las clases sociales europeas. No hay que autoengañarse: la Unión Europea ha sido, hasta la fecha, un proceso de construcción de un mercado interior en el que se ha priorizado dar respuesta a las aspiraciones de las grandes empresas, mientras que la política social ha tenido un componente más bien decorativo. El debilitamiento del Estado del bienestar no se entiende sin la actividad normativa y la configuración institucional de la Unión Europea (recuérdese la crisis del euro y el rol antidemocrático del Banco Central Europeo). El blindaje jurídico de los movimientos de capitales, fraguado durante décadas, contrasta con el más reciente pilar europeo de los derechos sociales, concebido con calculada fragilidad.

Sobran los motivos para cuestionar el desempeño histórico de la Unión Europea. Pero la solución a nuestros males no pasa por su desaparición, sino por su transformación. Bien es cierto que, en la actualidad, las narrativas fundantes sobre una unidad europea construida contra las guerras entre países vecinos y los fascismos ya no parecen creíbles. Las razones para ser europeísta hoy son de corte pragmático: en un mundo convulso, amenazado por el colapso ambiental y la competición económica, no sobran las construcciones políticas que, al menos en teoría, permiten a los Estados cooperar y hacer frente a poderes privados globalizados. Europa podría ser una herramienta política útil para las clases populares.

A nadie mínimamente atento se le escapa que la Unión Europea no es ya que tenga un déficit democrático, es que su democracia resulta prácticamente irreconocible. ¿Cuántas personas distinguen entre el Consejo Europeo, el Consejo de la Unión Europea, la organización hermana Consejo de Europa, la Comisión Europea o el Eurogrupo? El marco institucional de la Unión Europea, por su complejidad, imposibilita el control democrático de la ciudadanía. Pero los movimientos por la justicia social nunca eligen las reglas de juego. La izquierda debe aprovechar todas las rendijas y el Parlamento Europeo, fortalecido tras el Tratado de Lisboa, puede ser una grieta para transformar y democratizar Europa.

Los desafíos son incontables: entre otros, urge reorientar la acción exterior europea hacia la paz, pilotar una transición energética verdaderamente sostenible, democratizar la gobernanza económica, humanizar la política migratoria y ampliar (y blindar) el pilar de los derechos sociales, acelerando los avances en materia de igualdad de género.

En España, los partidos no priorizan los asuntos europeos, en buena medida como consecuencia de las agendas que dicta el poder mediático. Solo Podemos parece haber captado lo que está en juego en las próximas elecciones al Parlamento Europeo al denunciar con insistencia el régimen de guerra, intensificar las alianzas de la izquierda europea y proponer a una primera espada (Irene Montero, ya elegida en primarias) como cabeza de lista. Los grandes medios de comunicación no van a profundizar sobre lo que se dirime en las próximas elecciones europeas; por eso es apremiante que las personas de a pie, analistas, activistas y militantes asuman la responsabilidad de difundir la urgente necesidad de transformar Europa. En el corto plazo, ni siquiera es imprescindible poner el foco en el complejo funcionamiento de las instituciones europeas: basta conectar cualquier problema cotidiano con la capacidad decisoria de Europa, como sucede con el encarecimiento de los alimentos y las recientes protestas del sector agrario. No hay tiempo que perder.


Madrid –

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