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Cartel reclamando una Palestina libre y de fondo el pañuelo palestino

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Mi pañuelo palestino

Lo que no podemos permitirnos nosotras ni nosotros, esos a quienes la inmunidad nos carcome los huesos desde este jardín de Europa, es dejar sola a  Palestina


Formo parte de una generación de izquierdas que se politizó entre los escombros de un muro venido abajo, criada en la memoria del mundo que pudo ser —y de hecho, fue— y que ha ido creciendo acunada en la épica de viejas batallas susurradas en nanas, oídas en sobremesas, cantadas en conciertos. Ni más ni menos que otras juventudes o que otros despertares políticos, claro, aunque para mí el mío —el nuestro— fuera el mejor de los posibles. 

Con catorce o quince años, caminaba todos los días al instituto con mi pañuelo palestino enredado al cuello, que por entonces era ese símbolo que te identificaba entre tus iguales, otras y otros con quienes compartir esa militancia en la inocencia, basada en verdades muy obvias y no demasiado difíciles de comprender. Aprendimos lo que pasaba en Palestina a golpe de fanzines del Rastro, de grupos de punk y rock, de cantautores y de asambleas, de esos foros de internet insoportablemente densos, y de la voz de alguna o algún que otro profe bueno. Y lo que pensábamos entonces —y algunas seguimos pensando, después de todas las vueltas— no era dogma ni axioma, sino el resorte inevitable que te subleva la conciencia cuando ves clara y frente a ti una injusticia hecha carne. Por eso muchas personas de entonces mantuvieron esa causa viva en sus vidas, en sus brigadas, en su trabajo periodístico, en su activismo, en su conciencia internacionalista. Porque aunque el pensamiento sea estar siempre de paso, de paso, de paso, hay cosas que no se han movido un ápice de su sitio.

Hoy a Palestina se le exigen matices y contextos, (los que no se permitieron en Ucrania, todo sea dicho) hoy toca hacer todo relativo, ser exquisitamente prudente, clamar por una paz abstracta que a nadie moleste, todo, para que no sea tan difícil justificar lo injustificable cuando llegue, todo para que no suenen muy alto los reproches cuando se doble el lomo ante quien manda

Habrá estos días, por suerte, muchos artículos y análisis más sesudos e inteligentes que esta columna, así que lo mantendré simple, como esas canciones de punk de mis años de pañuelo palestino: solo ellas y ellos, los palestinos, han sido expulsados de sus casas. Solo el pueblo palestino vive en un régimen de apartheid a cielo abierto. Solo el pueblo palestino lleva 75 años ocupado. Solo el pueblo palestino vive en campos de refugiados, sin suministros, empobrecidas, agredidos, asediados militarmente cada día. Podría complicar mucho el contexto, pero no es necesario hacerlo aquí. Y sin embargo, hasta esas evidencias son hoy frágiles y mutables. Ya se sabe, hay que twittear con pies de plomo, exigir a los palestinos una resistencia sin tacha —ya no hay palestinos como los de antes, eh— y no olvidarnos de prologar cualquier argumento con una firme condena a la violencia por delante; a no ser que se trate de mandar Hawks y Leopards a la carnicería ucraniana, entonces, la guerra es bella, como decía Marinetti. Hoy a Palestina se le exigen matices y contextos (los que no se permitieron en Ucrania, todo sea dicho), hoy toca hacer todo relativo, ser exquisitamente prudente, clamar por una paz abstracta que a nadie moleste, todo, para que no sea tan difícil justificar lo injustificable cuando llegue, todo para que no suenen muy alto los reproches cuando se doble el lomo ante quien manda. Aunque toque  retorcer versos de Lorca, retorcer hasta el Gernika si es preciso. 

Pero perdonadme, si seré yo toda dogma, credo de pañuelo palestino y de verdades simples y pasadas de moda, aunque no me lleven muy lejos ni muy arriba. Pero creo hoy, como ayer, lo que no podemos permitirnos nosotras ni nosotros, esos a quienes la inmunidad nos carcome los huesos desde este jardín de Europa, es dejar sola a  Palestina. 


Madrid –

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