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Arafat con Simon Peres, 2004

Palestina fusil, rama de olivo

De la pacífica rama de olivo de Arafat ya nadie se acuerda. Sin embargo, el fusil sigue escupiendo huesos de aceituna mortales. Y la comunidad diplomática internacional está haciendo un ridículo espantoso ante sí misma.


“Vengo con el fusil del combatiente de la libertad en una mano y la rama de olivo en la otra. No dejen que la rama de olivo caiga de mi mano”. Han pasado 40 años desde que Yasser Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), pronunciara aquella frase en su discurso ante la Asamblea General de la ONU de 1974. Como todas las hermosas frases, esta murió antes de que se comprendiera su significado. Y la prueba la tenemos hoy en el enésimo, pero más bestia, genocidio de Israel contra el pueblo palestino.

De la pacifista rama de olivo de Arafat ya nadie se acuerda. Sin embargo, el fusil sigue escupiendo huesos de aceituna mortales. Y la comunidad diplomática internacional está haciendo un ridículo espantoso ante sí misma.

Con la guerra ruso-ucraniana se consiguió, más o menos, cierta unanimidad al transmitirle a las almas bienintencionadas y, por tanto, desinformadas, quiénes eran los buenos y quiénes eran los malos.

Ahora es más difícil justificar, incluso para el fascista más lerdo, que los buenos dejen sin agua y sin comida a niños, sin médicos y sin luz los hospitales, y bombardeen las líneas de escape por ellos humanitariamente trazadas. O sea. Israel abrió caminos para dejar huir a los palestinos y después los bombardeó en esos mismos caminos. Se ahorraban así la destrucción de las ciudades, pues para los invasores e inversores (que vienen a ser lo mismo) es más barato reconstruir un camino lleno de cadáveres que el bloque de edificios del que van a ser futuros inquilinos. De esos pisitos desalojados, además, no hay que limpiar la sangre.

Abrir esos corredores presuntamente humanitarios permitía concentrar a tus víctimas en territorio desamparado para bombardearlas. Sé que la teoría suena simplista, pero la navaja de Ockham sigue sirviendo para pelar patatas si la usas por el filo inteligente, y está muy considerada entre filósofos, geoestrategas, carniceros y politólogos de toda laya. Yo, cual Guillermo de Ockham y su tocayo Baskerville, estoy seguro de cuál es el filo mortífero de la navaja. Pero mi seguridad no significa certeza, y en eso se basa el buen rollo parejero, vecinal e internacional.

Admitamos que quizá Ockham y yo estemos muy equivocados, y quizá los 700 niños palestinos muertos en los últimos diez días fueran unos terroristas despiadados de Hamás que destruyen tanques israelíes subidos a un tacatá y armados con pañales y chupetes de destrucción masiva. Es un suponer, ya que Palestina no tiene ejército y la soldadera israelí es una de las diez mejor armadas del mundo. Pero en Irak nos colaron algo igual de disparatado.

Yasser Arafat era un terrorista hasta que lo acogió la ONU en aquel discurso del fusil y la rama de olivo, y la Academia sueca le concedió el Nobel de la Paz junto al presidente judío Yitzhak Rabin.

Así como de pasada, me encantaría recordar que Hamás no fue considerado movimiento terrorista por la Unión Europea hasta 2003, cuando todo el pensamiento occidental dejó de ser pensamiento después del derrumbamiento asesino de las Torres Gemelas, y decidimos por mediática unanimidad que los moros que no tenían petróleo eran los malos por antonomasia.

Sin embargo, el propio Tribunal de Justicia de la UE se opuso a considerar a Hamás como organización terrorista. Como a mí me contratan por frívolo y no por informado, no he comprobado el tema, pero me suena que el Consejo de la UE aun está dilatando su decisión sobre el asunto. Son discusiones tan jurídicas y elevadas que no nos llegan al pueblo europeo, los que gozamos de presunta soberanía. No vaya a ser que el pueblo soberano se dé cuenta de que lo soberanean, y dude de si Hamás es o deja de ser lo que nos dicen.

Vivimos tiempos en que es más rentable y efectivo difundir una respuesta que una pregunta, lo que dice muy poco de nuestra inteligencia colectiva, si tal cosa existiere. Estamos tan empachados de respuestas que ya no nos preguntamos nada. Hamás es terrorista e Israel es un estado democrático. Lo decimos los mismos que, como comunidad internacional, considerábamos a Nelson Mandela terrorista hasta ayer. EEUU no le retiró a Mandela el distinguido título de terrorista hasta 2008, cuando cumplía el viejo negro 90 años.

El hombre negro que luchaba contra el apartheid fue perseguido como terrorista hasta hace 15 años. Solo dos años antes de que la España del fútbol ganara el Mundial de su Sudáfrica libre. Luego le hicieron muchas películas americanas en 3D, como gran héroe de la Marvel hollywoodiana. Hasta Morgan Freeman ha encarnado al reciente ex terrorista Nelson Mandela. No estamos hablando de la prehistoria. Pasó ayer.

La idiocia mediática y política nos quiere obligar a elegir entre terroristas y genocidas. Yo pondría un pero entre unos y otros, sin justificar ningún crimen, pues me han dicho que me tengo que portar bien. Los terroristas nacen de los genocidas, como respuesta, y los genocidas no sé de dónde nacen, aunque quizá solo del dinero. Por preferir, no sé qué prefiero.

Tampoco comprendo que la comunidad occidental biempensante condene a Hamás cuando todos los logros históricos de nuestra onanista civilización han sido conseguidos con eso que se llama terrorismo. La Revolución francesa, el fin del apartheid, la Résistance contra el nazismo, incluso el voto femenino, el fin de la explotación a menores tras la Revolución Industrial, y hasta las protestas ecológicas, fueron impulsados por eso que el poder llama terrorismo y el contrapoder llama resistencia o revolución.

Yasser Arafat era un terrorista hasta que lo acogió la ONU en aquel discurso del fusil y la rama de olivo, y la Academia sueca le concedió el Nobel de la Paz junto al presidente judío Yitzhak Rabin. Un presidente israelí y un líder palestino compartiendo el Nobel de la Paz. Estaban arreglando la convivencia, quizá. Habían acordado un plan para coexistir sin matarse. Duró poco.

A Rabin lo asesinaron un año más tarde. El 4 de noviembre de 1995, al final de una concentración en apoyo de los acuerdos con los palestinos, un fascista judío le pegó un tiro en la Plaza de los Reyes de Israel en Tel Aviv.

Netanyahu, líder del Likud, movilizaba esos días las calles contra las concesiones a los palestinos, a los que solo se les daba un cacho de su propia tierra. Los servicios secretos israelís avisaron a Netanyahu de que podría estar alentando un magnicidio contra Rabin, pues, como aquí en España, los neofascistas estaban usando consignas tan desquiciadas como que “Rabin es Hitler” o “Que te vote Txapote”. Netanyahu no hizo mucho caso, quizá por distracción. Y Rabin acabó asesinado.

Yasser Arafat, presidente de la Autoridad Nacional Palestina, murió el 11 de noviembre de 2004, nueve años más tarde, en un hospital de París. Hay autopsias que dicen que fue por causa natural, por la edad esa que nos alcanza a todos, y otras que encontraron en su cadáver y en sus objetos personales rastros de plutonio enriquecido. Como con el asesinato de Kennedy, aun hoy no sabemos realmente lo que pasó, pues sobre no saberes está cimentada nuestra autocomplacencia democrática. Al morir Arafat, los radicales de Hamás se encontraron en campo libre. Tanto EEUU como Netanyahu se mostraron encantados.


Madrid –

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