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El ministro Escrivá, en un acto de la empresa Google — Álex Zea / Europa Press / ContactoPhoto

Reformas estructurales

La pérdida de bienestar de nuestras sociedades está directamente relacionada con el auge y descontrol del poder empresarial en detrimento de la democracia


En los campos académicos de la economía o el derecho público económico, pero también en el argot de la prensa y la política institucional, el sintagma reformas estructurales se ha identificado en las últimas décadas con políticas públicas orientadas en un sentido ideológico neoliberal. Privatización, liberalización, desregulación o modernización administrativa serían las modalidades paradigmáticas de las reformas estructurales que necesitan los países para favorecer el crecimiento o el desarrollo económico. Cáptese el alcance de la operación: las reformas que tienen la capacidad de modificar la estructura —del sistema económico, del Estado, de la sociedad— serían reformas necesariamente neoliberales, dirigidas a potenciar el sector privado o el mercado.

Cuando las sucesivas crisis económicas evidencian el fracaso del modelo neoliberal, suele haber un breve lapso de tiempo en el que el debate público admite la necesidad de una rectificación de calado. Recordemos dos célebres expresiones francesas: al inicio de la Gran Recesión, Sarkozy defendió “refundar el capitalismo” y, hace menos de dos años, Macron decretó el “fin de la abundancia”. En España, la euforia que produjo la aprobación de los fondos europeos Next Generation a raíz de la pandemia traía causa, supuestamente, del tan anhelado cambio de modelo productivo que impulsaba la Unión Europea en torno a los ejes de la transición ecológica y la digitalización (por cierto, llama la atención cómo hemos aceptado acríticamente que digitalización es per se algo positivo). La retórica del consecuente Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia evoca a la que acompañó a la Ley de Economía Sostenible de 2011, una norma que, obviamente, no produjo ningún cambio profundo.

Es probable que los fondos europeos Next Generation, en tanto que política expansiva, hayan servido para estimular el empleo en España y en Europa, que se ha comportado mejor que en crisis anteriores. Ahora bien, aunque es demasiado pronto para hacer un balance riguroso, no parece que los fondos europeos vayan a conllevar cambios estructurales. Pese a la formulación ambiciosa de fines de transformación, los objetivos de los fondos, en puridad, son continuistas. Los fondos europeos llevan aparejada una condicionalidad que exige reformas que consolidan el protagonismo del mercado y la retirada del Estado prestacional. Además, la ejecución de los fondos cataliza la colaboración público-privada a través de los Proyectos Estratégicos para la Recuperación y Transformación Económica (PERTES) y de instrumentos clásicos como las subvenciones y la contratación pública. Si los poderes públicos recurren al sector privado para diseñar y materializar las inversiones, lo más probable es que las grandes empresas hallen resquicios para reproducir sus lógicas de funcionamiento y maximizar sus beneficios.

No ha habido un gran debate público sobre cómo Europa y España deben reorientar sus rumbos. En Europa, la desconocida Conferencia sobre el Futuro de Europa, que finalizó en mayo de 2022, fue posterior a la confección de los fondos y bien podría tildarse de fórmula decorativa. No ha existido una reflexión profunda sobre el verdadero alcance de la crisis climática y ambiental. También se pasa por alto que la pérdida de bienestar de nuestras sociedades está directamente relacionada con el auge y descontrol del poder empresarial en detrimento de la democracia. Sin perjuicio de algunas mejoras aisladas, los fondos no van a tener alcance estructural alguno en la dirección ecologizadora y democratizadora que necesitamos.

Hace unos días, por una filtración del Plan anual normativo 2024 a El Confidencial, hemos sabido que el Gobierno de España “propondrá este año tres leyes para asemejar el funcionamiento de la AGE al de una empresa”. Da la impresión de que el ministro Escrivá quiere aplicar los principios de la denominada Nueva Gestión Pública. Esta corriente, que ya es más bien vieja, puede considerarse la proyección del neoliberalismo en el funcionamiento de la Administración pública. Pero ya hay suficiente evidencia empírica para saber que la Administración no debe funcionar como una empresa por la sencilla razón de que la finalidad pública es servir al interés general. Un ejemplo más del eterno retorno de las reformas neoliberales. Mientras tanto, las reformas estructurales democratizadoras o de izquierdas brillan por su ausencia.


Madrid –

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