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El antiesclavismo en España y sus adversarios de José Antonio Piqueras

Abordar el papel esclavista de las elites españolas no solo constituye una audaz ofensiva historiográfica que cumple el papel de desentrañar las bases históricas del racismo, sino que a la vez pone ante su espejo a la extrema derecha y sus vergonzosas apologías del imperialismo español en América Latina y África


España tiene en su haber el penoso mérito de haber sido el primer país europeo en introducir la esclavitud en América, así como el último en abolirla. Por si fuera poco, el boom del tráfico de esclavos español se llevó a cabo en menos de cincuenta años, entre 1820 y 1866, incumpliendo todos los tratados internacionales firmados. Desde la Corona borbónica hasta las distintas burguesías de la península, pasando por el ejército y la extrema derecha carlista, toda la oligarquía sacó tajada del infame tráfico de carne humana.

Sin embargo, este es un tabú, no solo historiográfico, sino, sobre todo, a nivel social y mediático, que cuando emerge desata las pasiones más brutales, tal como ocurrió tras la emisión del documental de TV3: Negrers. La Catalunya esclavista. Abordar el papel esclavista de las elites españolas no solo constituye una audaz ofensiva historiográfica que cumple el papel de desentrañar las bases históricas del racismo, incomprensibles sin el látigo y el cepo, sino que a la vez pone ante su espejo a la extrema derecha y sus vergonzosas apologías del imperialismo español en América Latina y África.

Es por ello que El antiesclavismo en España y sus adversarios (Catarata, 2024) de José Antonio Piqueras constituye una guillotina implacable contra el pasado de un auténtico partido negrero sin cuyos crímenes difícilmente se explicarían las abultadas fortunas y las recias mansiones que pueblan nuestras ciudades.

El látigo negrero de la Monarquía

Toda la apología descarada del imperio parte de unos supuestos falseados según los cuales los reyes católicos habrían dado pie al colonialismo con la más humanitaria de las intenciones. Ahora bien, a lo largo de cuatro siglos, desde la ocupación militar de América, cerca de 2,3 millones de africados serán deportados a la fuerza a las colonias españolas como mano de obra esclava.

La monarquía española será una pieza clave para que el tráfico de esclavos sea un negocio de Estado: los esclavos del rey serán la base del imperio, así los africanos como los pueblos originarios. Todo ello por medio de las guerras de conquista más despiadadas, como explica Piqueras:

“En 1503 la reina decretó la obligación del trabajo de toda la población indígena en condiciones que serían establecidas por los encomenderos a quienes eran entregados (…) cada uno de los monarcas del período —los reyes Isabel y Fernando y el emperador Carlos— dispusieron de continuas cédulas (1503, 1508, 1511, 1512, 1513, 1518, 1523, 1528, etc.) por las que se autorizaba hacer la guerra y tomar por esclavos a los indios vencidos que ofrecieran resistencia a la autoridad o rechazaran por la fuerza la doctrina cristiana” (p. 9)

Los esclavos del rey son una buena prueba de la implicación de la mismísima Corona en este proceso, como documentó Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina.

Frente a ello, Piqueras desanda el camino que mitifica al abolicionismo británico y señala las tres grandes resistencias a esta acumulación por esclavización: las luchas de los mismos esclavos, los llamados cimarrones, desde 1521; la revolución de los jacobinos negros en Haití en 1791 y los movimientos democráticos igualitarios europeos. Un recorrido sustancialmente antagónico al desarrollo del capitalismo industrial y las previsiones de la teoría económica burguesa:

“La esclavitud aparecía condenada por la teoría económica. Sin embargo, el enunciado de Adam Smith sobre su irrentabilidad coincide con la mayor provisión a América de esclavos africanos: nunca fueron deportados tantos como entre 1750 y 1850, por encima de 7,5 millones de personas de los 12,5 millones llevados desde 1500.” (p. 13)

Esta escala titánica de esclavización sólo se podía sostener mediante la dictadura militar en las colonias, es decir, con los castigos más crueles y los ajusticiamientos más numerosos posibles sobre la población esclava. Y es que la activa participación de los capitanes generales de Cuba fue crucial para sostener en las colonias el régimen esclavista de plantaciones, casados con la esclavocracia cubana, como Francisco Serrano y Domingo Dulce, llegarían a apoyar a la Confederación esclavista en la guerra de Secesión de Estados Unidos.

El árbol de la libertad contra los grilletes

El jacobinismo expresará en Europa la predisposición de los artesanos y los trabajadores de oficio a respaldar las luchas de los esclavos, así como la denuncia de la naciente esclavitud fabril en el propio continente. El grito de guerra del incorruptible Robespierre no dejaba lugar a dudas: «¡Perezcan las colonias antes que un solo principio!»; la acción de la Convención jacobina aboliendo la esclavitud el 4 de febrero de 1794 consumaba las declaraciones en hechos. El audaz Danton celebrará las consecuencias de ello en esta jornada memorable: «Lanzando la libertad al nuevo mundo, allí dará frutos abundantes, echará raíces profundas». Solo así era posible trabar una alianza efectiva entre los esclavos de Haití y los sans-culottes de Paris, como observó el gran historiador C. L. R. James en Los jacobinos negros. Toussaint L’Ouvertoure y la Revolución de Haití. «La trata de esclavos se ha convertido en la piedra angular del conflicto entre imperialistas y republicanos» escribiría Marx en 1858 en el New York Daily Tribune señalando así la principal bandera del republicanismo democrático desde 1789.

Al jacobinismo hay que sumar otro gran protagonista en la lucha por romper cadenas: el movimiento feminista. De las asambleas llevadas a cabo en Londres en 1840 por la Anti-Slavery Society surgiría la Declaración de Derechos y Sentimientos de Seneca Falls en 1848 por la que la igualdad entre hombres y mujeres se aunaba a la lucha por la libertad de los esclavos.

Fuente: Barco de esclavos (1840) cuadro del pintor romántico J. M. W. Turner denunciando un caso real ocurrido en 1781 de un traficante de esclavos que arrojó por la borda a 132 esclavos cautivos. Museo de las Bellas Artes, Boston.

En España el tráfico de esclavos sería ilegal desde el 30 de mayo de 1820, en razón de un tratado firmado tres años antes con Inglaterra. Es justamente a partir de entonces cuando se produce “la edad de oro de la trata española” en palabras de Piqueras: entre 1821 y 1866 más de 622.000 africanos serán esclavizados y deportados a las colonias españolas, durante la brutal travesía casi 82.000 perecerán. Y es que mientras en Francia se asaltaba la Bastilla en España la Monarquía decretaba las famosas cédulas de 1789 por las cuales liberalizaba el negocio permitiendo participar a toda la burguesía en el negocio.

Frente a ello el liberalismo de las Cortes de Cadis se negaría a abordar la supresión de la trata y la abolición de modo que: “La nación española liberal nacía esclavista y segregacionista” como afirma Piqueras. Los líderes del Partido Progresista harían gala de ello de nuevo en las Cortes de 1837 en plantearse una ley de abolición de la esclavitud. Agustín Argüelles, tótem liberal de las Cortes de Cadis y primer espada del partido progresista, sería tajante al explicar su oposición: «hay una raza que se cree irreconciliable, y que aspira a la destrucción de los demás habitantes; porque no de otra manera espera obtener su libertad» (Diario de Sesiones del Congreso, 25 de marzo de 1837). “El liberalismo español se expresa en esta ocasión como rotundamente racista y protector de la esclavitud” (p. 98) —y lo que sentencia Piqueras en esta ocasión podría extenderse como juicio a todo el legado del liberalismo y el progresismo del XIX.

Sólo el jacobinismo nativo —el movimiento republicano-federal— entablará la batalla por la supresión de la trata y la abolición de la esclavitud. El primer destello se producirá el 2 de abril de 1802 cuando Isidoro de Antillón denuncie en Madrid el esclavismo por ser un “infame, borrón y mancha de la cultura europea”. Pero el gran auge del movimiento popular antiesclavista sólo se producirá en 1868 con el fin del régimen de terror de Isabel II. A partir de ese momento todos los destellos sembrados clandestinamente saldrán a la luz con una fuerza imparable. La ardua tarea de los republicanos obtendrá sus frutos: desde la agitación antiesclavista de Wenceslao Ayguals de Izco en 1836 con su obra de teatro contra la trata pasando por la primera novela española antiesclavista escrita por Gertrudis Gómez de Avellaneda en 1841, todo un surco arado da fruto en la Sociedad Abolicionista Española constituida el 7 de diciembre de 1864. Impulsada por el puertorriqueño Julio Vizcarrondo, casado con Harriet Brewster -cuáquera intransigentemente abolicionista-, en su primer mitin en Madrid, el 10 de diciembre, conseguirá el apoyo de 72 periódicos de toda España y se lanzará a una activa acción de masas —con el periódico El Abolicionista por bandera—, consiguiendo al instante más de 700 militantes, creando por doquier comités antiesclavistas.

Aquí también se retroalimentarán antiesclavismo y feminismo pues Harriet Brewster, Adela del Moral, Faustina Sáez de Melgar y Pilar de Losada y Miranda fundarían el Comité de Señoras de la Sociedad Abolicionista. La batalla cultural será dura pero intrépida. En el primer certamen literario de la Sociedad Abolicionista, en 1866, el primer premio será ganado por Concepción Arenal con un poema titulado “La esclavitud de los negros”:

“El mercader infame, el hombre-hiena / que vil trafica con la raza triste, / a sus naves la arrastra y encadena; / Hiere sin compasión al que se resiste / Allí… ¡Qué horror! El alma se estremece / la crueldad tortura, el hombre mata / el pudor se atropella y escarnece / el poder del infierno se dilata”

El conjunto de poemas antiesclavistas sería recopilado posteriormente en el libro El cancionero del esclavo. Esta antología señalaría a la vez la numerosa participación de escriptoras feministas como Rogelia de León y Gertrudis Gómez, además de Concepción Arenal. De tal modo que:

“el abolicionismo mostrará, como les mostró en 1848 a las mujeres antiesclavistas y feministas pioneras reunidas en Seneca Falls, que la lucha contra la esclavitud encerraba la clave de la arbitraria asignación de roles que cumplían un papel en la sociedad constituida conforme a una serie de atributos convenientes” (Piqueras, p. 135)

Pese a la dura represión gubernamental que siguió nada habría sido en vano pues al estallar la revolución contra los borbones en 1868 toda una serie de Juntas —como la de Madrid, Sevilla y Béjar— incluirían en sus manifiestos la abolición de la esclavitud. En este nuevo contexto en un acto de la Sociedad Abolicionista celebrado en Madrid el 14 de octubre el matemático —y futuro premio nobel— José Echegaray diría con furor: “No seremos dignos de la libertad que hemos conquistado si por egoísmo no hacemos partícipes de ella a los pobres negros”. Y si bien la revolución auparía al poder a militares liberales y progresistas sería el movimiento popular que los obligaría a tomar en consideración la abolición.

Las leyes de 1869 y 1870 que preparaban la abolición de la esclavitud en Puerto Rico trataban de simular que el gobierno algo hacía en este aspecto. Lo más interesante de esas decepcionantes leyes sería la vívida contraposición entre abolicionistas y esclavòcratas —estos últimos representados en el Congreso por los conservadores: Francisco Romero Robledo y Antonio Cánovas del Castillo. Romero Robledo verbalizaría el pánico de la oligarquía a todo proyecto verdaderamente abolicionista señalando el peligro de Haití: «la abolición de la esclavitud inmediatamente ¿no es entregar al puñal del asesino la raza blanca?», así razonaban en el Congreso los títeres a sueldo de Julián de Zulueta, el esclavista más rico de Cuba.

Este bloque de poder negrero con tentáculos en el Congreso, el Ejército, la nobleza, la burguesía y en la extrema derecha, jugaría un rol crucial a lo largo del llamado Sexenio Revolucionario: desde el magnicidio del presidente Juan Prim por haber dado trámite a las leyes de preparación de la abolición de la esclavitud hasta la abdicación del rey Amadeo de Saboya por negarse a destituir un gobierno que iba a aprobar la abolición en Puerto Rico. Con tal de frenarla la alta sociedad se lanzará a la calle y las conspiraciones de pasillos, y cuarteles, hasta lanzar un ultimátum al rey el 10 de enero de 1873. La respuesta del movimiento obrero y republicano no será menor, Madrid saldrá a la calle el mismo día para proclamar su apoyo a la abolición.

Fuente: Manifestación del 10 de enero de 1873 en Madrid. Le Monde Ilustré. Biblioteca Nacional de Francia.

El pésimo cálculo de los esclavistas —al poner al rey entre la espada y la pared— conseguirá derrumbar su último escudo y provocará la proclamación de la República. Puesto que el 9 de febrero debía empezar el debate parlamentario sobre la abolición, el 10 abdicaba Amadeo y el 11 se proclamaba la República y con ella el abolicionismo redoblaba su impulso: el 17 de febrero se discutía la ley y en menos de un mes era aprobada por haber hecho de ella una cuestión absolutamente fundamental de gobierno el primer presidente demócrata, republicano y federal de España: el catalán Estanislao Figueras. Un diputado, el republicano federal valenciano Juan Domingo Ocón, propondría inmortalizar el día pidiendo que se esculpiera en losa de mármol para los muros del Congreso de los Diputados la siguiente leyenda:

«Este día famoso, fue rota la cadena del esclavo —añadiendo solemnemente a continuación— Es preciso, señores, que las generaciones venideras puedan decir mañana al recordar nuestros humildes nombres, como dijera un día el orador romano: “La vida de los muertos consiste en la memoria de los vivos”».

El golpe de Estado de 1874 supondría, tal como ocurrió en Francia en 1799 y en 1852 con los golpes de Napoleón I y Napoleón III contra la Primera y la Segunda República francesa respectivamente, la restauración de la esclavitud. En consecuencia, se abrirían las puertas del gobierno a todos los hombres a sueldo del poder esclavòcrata con militares como Serrano y Topete o políticos como Sagasta. El regreso de los borbones en 1876 llevaría hasta el final la contrarrevolución esclavista, para la burguesía negrera significaría la cúspide de toda una carrera con el ennoblecimiento de su poder por la gracia de Alfonso XII.

Fuente: La Flaca: Tomo 2, No. 054, 28 de febrero de 1873.

No está de más señalar, a modo de conclusión, la genealogía que va de los negreros a los fascistas —como hiciera Oriol Junqueras en su libro Els catalans i Cuba (Pòrtic, 1998)—. Desde su actuación en las colonias y en la metrópolis, armando escuadrones paramilitares en las primeras para defender las plantaciones y financiando a la extrema derecha carlista en la segunda, hasta los linajes directos como apunta Piqueras: fue un biznieto de un negrero, José Antonio Primo de Rivera, el fundador de la Falange Española. Ahí reside el valor de este libro que desentraña la fundación histórica del racismo en tanto que ideología de la oligarquía para justificar su propiedad esclavista. Quizás este sea el motivo por el cual multimillonarios descendientes de esclavistas como José Joaquín Güell y de Ampuero se tomen la molestia para homenajear a sus antepasados negreros con todo desparpajo mientras que, en cambio, desde el Sindicato de Manteros siguen denunciado el legado de aquel poder infernal.


Madrid –

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