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Ricardo Rubio / Europa Press / ContactoPhoto

23 de abril, día del libro

Cada vez se hace más necesario un día del libro, una conmemoración que no es más que la crónica de una muerte anunciada, donde los libros abandonan los anaqueles, precipitados en lugares para el reciclaje porque no hay espacio, no hay tiempo para ellos


El día 23 de abril se celebra el día del libro. Parece que las fechas de la muerte de Shakespeare y Cervantes coinciden, con algún año y alguna semana de diferencia debido a los distintos calendarios utilizados en la época. Personalmente, me gusta imaginar un viaje para los británicos análogo al que describe Thomas Pynchon en La línea de Mason & Dickson: una especie de torbellino en el que el tiempo se detiene durante dos semanas, dejando que los iniciados puedan recorrer el espacio en soledad y libertad.

Parece que Shakespeare conoció la obra de Cervantes, concretamente, debió leer el Quijote o conocerlo por referencias. Esto lo indica Roger Chartier en Cardenio: Entre Shakespeare y Cervantes, donde, si la memoria no me falla, se detalla que entre los títulos de las obras atribuidas a Shakespeare figura una titulada Cardenio, uno de los relatos que se integra en el Quijote. La idea es hermosa y más fabuloso resulta imaginar un encuentro entre estos dos titanes de la literatura, cuya muerte conmemoramos cada año el día del libro, cuya obra celebramos. Harold Bloom y su célebre Canon occidental hubieran dado cumplida cuenta de ese encuentro imaginario, y quizás la percepción del crítico estadounidense hubiera sido un poco menos anglocentrista. A propósito del diálogo entre Cervantes y Shakespeare, es difícil imaginarlo más allá de los textos: Cervantes reinventó la novela, utilizando todos los géneros disponibles hasta la fecha y urdió una trama en la que la realidad es cuestionada, los personajes son cuestionados, el narrador está en entredicho y el propio autor participa de la duda, como demuestra la constante vacilación onomástica, tan cervantina siempre. El diálogo, entonces, hay que imaginarlo como indica Quevedo en su soneto Desde la torre: «Escucho a los muertos con los ojos» y tan bien ha señalado Darío Villanueva en La poética de la lectura en Quevedo. También podemos imaginar un encuentro imposible en la forma de aquel que se produjo entre Rulfo y Borges, en el que el último señala la desdicha que padeceríamos siendo inmortales y el otro contesta que después anda uno por ahí muerto haciendo como si estuviera vivo. Es evidente quién dijo qué.

En todo caso, en estos tiempos tan acelerados, breves y leves, como les gustaría a Calvino y a Kundera, cada vez se hace más necesario un día del libro, una conmemoración que no es más que la crónica de una muerte anunciada, donde los libros abandonan los anaqueles, precipitados en lugares para el reciclaje porque no hay espacio, no hay tiempo para ellos y además están totalmente digitalizados. Y sin embargo, nunca se ha leído tanto, nunca se ha publicado tanto como en el presente. Y sigue siendo legítimo y necesario volver a los clásicos. Por ejemplo, la literatura española está maldita desde el origen y es muestra de esa otra España que tantas veces se ha intentado cercenar. Los (anti)héroes de la literatura española son: el Cid, la Celestina, el Lazarillo, el Quijote, el don Juan, que son un mercenario, una puta vieja (Fernando de Rojas dixit), un pícaro, un loco y un canalla, respectivamente. Son personajes de las afueras de la sociedad, implicados en un cuestionamiento de todos los valores tradicionales. Del Cid se dice qué buen vasallo sería si tuviera buen señor, la Celestina demuestra que, pese a la confianza del ser humano del Renacimiento en el progreso y la buena vida, la amenaza de la muerte y el oscuro dios cristiano medieval sigue latente, así como la avaricia y la codicia; si alguien hubiera de escribir el Lazarillo hoy en día, habría que sustituir a curas y bulderos por políticos conservadores y familias de bien, el escudero bien pudiera ser un influencer; y así todo. El personaje del Quijote es el más vigente de todos: vuelve como la noche o el ocaso a recordarnos que otro mundo es posible, y Sancho señala que el pragmatismo es igualmente lícito y todos vivimos en esa dupla imperfecta. Don Juan es, también, alguien contemporáneo que rechaza los problemas morales en favor de un egoísmo absoluto e irreflexivo, como si la promesa de la muerte estuviera siempre distante (tan largo me lo fiais). El diálogo es posible con estos personajes, con los ojos, como defiende Quevedo y recuerda Villanueva, igual que es posible entablar conversación con Shakespeare y su Hamlet, o su rey Lear, o con un Marco Antonio que evoca a César en sus exequias.

Gil de Biedma escribió «como libros leídos han pasado los años, que van quedando lejos, ya sin razón de ser – obras de otro momento». Y así es. Y sin embargo cada lectura es un retorno de la conversación del ser humano con el ser humano, sobre el ser humano. Por eso conviene volver, al alba, a los clásicos: porque encierran verdades oscuras y verdades astutas, increíbles, cuestionamientos únicos y miradas distintas, poliédricas, iridiscentes. Como dijo Plinio y recordó el Bachiller al Quijote: no hay libro tan malo que no tenga algo bueno.

Como a Gloria Fuertes, nos dirán: «o te subes al carro o tendrás que empujarlo». Junto a ella, ni nos subiremos, ni empujaremos. Nos sentaremos, y alrededor, a su tiempo, brotarán, brotan, brotaron las amapolas.


Madrid –

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