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Helen Keller y la deconstrucción de los mitos

La compañía gallega de agitación teatral Chévere lleva un paso más allá la noción de teatro documento con un acercamiento casi detectivesco a la figura de la intelectual sordociega más famosa del siglo XX, la norteamericana Helen Keller, para dilucidar si realmente fue una mujer maravilla


La obra contiene en su título precisamente ese interrogante: Helen Keller, ¿la mujer maravilla? Y el desarrollo de la pieza y sus dramaturgias internas se consagran a contestar la pregunta, o al menos a intentarlo. Aunque puede que para mucha gente haya todavía una pregunta anterior: ¿quién es, quién fue Helen Keller? Quizás en las culturas anglosajonas sea más conocida y, sobre todo en Estados Unidos, de donde era ella y donde puede que incluso esté presente en algunos planes de estudio, pero aquí a lo mejor su nombre no suena tanto, al menos en el mundo normativista y capacitista; muy probablemente en los ámbitos de la diversidad funcional y la discapacidad sí que haya sido un nombre erigido como referente y modelo y ejemplo de superación. He aquí una de las primeras problematizaciones que pone la obra sobre la mesa. Literalmente sobre la mesa.

El centro del escenario lo ocupan dos mesas metálicas de taller, con ruedas y estantes por debajo de la tabla superior, en los que hay un montón de cajas de diversos tamaños. Un elemento performativo que va haciendo materialmente una obra paralela, la obra plástica, minimalista y pulcra, objetos que se despliegan sobre la mesa y alrededor de ella como en una investigación policial, mientras simultánea y metafóricamente se ponen sobre la mesa conceptos, hechos, indicios, datos, personas, historias. La dramaturgia objetual y la dramaturgia textual se superponen con la capa actoral, donde Patricia de Lorenzo, Chusa Pérez de Vallejo y Ángela Ibáñez son durante la mayoría del tiempo más ejecutantes que actrices, haciendo un trabajo sobresaliente las tres. Y a eso se le añade la capa del lenguaje doble usado, el oral y el de signos.

Chévere es una compañía que acostumbra a cuestionar las narrativas oficiales en sus obras, donde normalmente se cruzan memoria colectiva y experiencia personal. Pero como señala Xron, su dramaturgo y director habitual, este proyecto les pone en cuestión a ellos mismos, “con el objetivo de seguir desbordando los límites y las estrategias de las prácticas de teatro documento”. Quizás con Azkona & Toloza, son la compañía que más lejos está llegando con esta modalidad escénica que parte de una lectura crítica de la realidad para generar una propuesta estética única sobre la escena. De la ética surge la estética y lo estético refuerza el elemento ético. Algunos de sus títulos son ya patrimonio del mejor teatro político hecho en España desde Galicia, como Eroski Paraíso, Curva España o N.E.V.E.R.M.O.R.E., esta última en torno a la catástrofe del Prestige. En 2014 fueron merecedores del Premio Nacional de Teatro.

Todo este bagaje está puesto al servicio de algo nuevo para ellos, la deconstrucción de un mito y la revalorización de la mujer detrás del mito, una celebridad mundial que, entre otras cosas, fue la primera sordociega en obtener un título universitario. Fue en 1904, en Harvard. Esa mujer, Helen Keller, pudo llegar a alcanzar tal cima a través de un durísimo proceso de aprendizaje que duró ocho años junto a una institutriz que, gracias a la buena posición de su familia, vivía día y noche con ella: Anne Sullivan. Juntas desarrollaron un método dactilológico gracias al que la niña Keller pudo empezar a nombrar las cosas, tal y como muestra la película El milagro de Anne Sullivan, de 1962. Hellen Keller moriría seis años después de su estreno, en 1968, a los 88 años. Milagro es una palabra clave aquí. La película pone el broche final a la creación del mito, un mito que se empezó a fraguar cuando el director de la institución para la que trabajaba Sullivan filtraba a la prensa las cartas que la maestra le enviaba relatándole los increíbles avances de su pupila.

Eso sucedió a finales del siglo XIX, pero en nuestros días, sorprendentemente o no, se ha generado un movimiento negacionista en determinados foros estadounidenses (redes sociales mediante) que ponen en duda los logros de Helen Keller y, en el colmo de la infoxicación, su misma existencia. Suena fuerte en ese contexto la guerra contra lo woke de la ultraderecha trumpista y, quizás, el hecho de que Helen Keller fuera investigada por el FBI durante la mayor parte de su vida adulta, tenga algo que ver con todo esto. Esta es la realidad que nos pone la obra frente a los ojos al principio y la que se va a encargar de desmontar en los 80 minutos que dura. Porque aquella mitificación primera ya era un mecanismo para desarticular los elementos subversivos del personaje Helen Keller, centrando toda la atención en un solo hecho o aspecto de su vida: su condición de referente ejemplar para la comunidad discapacitada, ocultando su firme oposición al capitalismo y su posicionamiento a favor de los trabajadores, sus simpatías por la revolución rusa de 1917, su participación en los movimientos sufragistas feministas o, andando el tiempo, su compromiso con luchas como la de Nelson Mandela en Sudáfrica, contra el apartheid.

Sin menospreciar los esfuerzos que llevó a cabo Helen Keller para sobreponerse a su condición de sordociega de nacimiento, la actriz sorda Ángela Ibáñez despliega algunas de las suspicacias que históricamente ha levantado el hecho de que una mujer blanca y de buena posición económica sea ejemplo para tantas otras personas que quizás no pudieron tener sus mismas oportunidades. La palabra propia, autónoma, libre de la actriz discapacitada eleva el deseo de tantos y tantas como ella: que la historia de Helen Keller sirva para generar esperanzas en un mundo más diverso sin convertir esa aspiración en una entelequia. Mejor aspirar a la libertad, la independencia y la autonomía siendo como uno es, que adorar a una especie de santa. Poner el foco en Helen Keller no como mujer modelo, sino como mujer diferente e imperfecta que tomó las riendas de su vida. Porque pronto entendió Keller que solo ella podía contarse a sí misma y por eso su firme compromiso con una escritura autobiográfica llena de lucidez, espiritualidad y belleza.

Con todo, en sus primeros años Anne Sullivan y Helen Keller se presentaban en teatros para contar su caso en mitad de espectáculos de variedades. El mundo occidental era así a principios del siglo XX, la espectacularización de la vida donde se mezcla lo psicológico con lo circense, el gusto por los niños salvajes y los enfermos envueltos en sensacionalismo que, en Europa, incluía a las mujeres histéricas y casos como el de Kaspar Hauser. Pero como recoge la obra de Chévere, en una de esas apariciones teatrales de las dos mujeres, en 1920, se abre turno de preguntas al público y, entre otras cosas, se le pregunta por ejemplo a Helen Keller: ¿Quiénes son los tres hombres más grandes de nuestro tiempo? Y ella responde: Lenin, Edison y Chaplin. Y luego se le pregunta: ¿Cree que la voz del pueblo se escucha en las urnas? Y ella contesta: No, creo que el dinero habla tan alto que la voz de la gente se ahoga. Y una pregunta más: ¿Crees que algún gobierno quiere la paz? Y Keller dice: La política de los gobiernos busca la paz y hace la guerra. Repito, era 1920. Ahí se empiezan a atar cabos.

Poco a poco, en un tiempo escénico fluido sin efectismos gratuitos, la obra nos va conduciendo a un final conmovedor de una composición plástica y visual impecable, llena de sugerente emoción política. La última escena es excepcional. Uno como espectador tiene la impresión de que se le han quitado varios velos de su mirada, esa sensación entre jodida y placentera que sobreviene cuando se entienden las cosas en toda su extensión, cuando lo oculto emerge y emergen igualmente las causas de por qué estaba oculto lo que estaba oculto. A Helen Keller se le puede aplicar —de hecho lo hacen en la pieza— la frase de la Pasionaria que dice: “no, yo no soy ningún mito, soy simplemente una mujer”. Chévere consigue una vez más, y lo hace cada vez mejor, esparcir ese efecto purificador y liberador llamado catarsis y tradicionalmente asignado a la tragedia clásica. También lo puede el teatro documento, sin duda, con toda una magnífica y renovada teatralidad y un rigor documental exquisito.

Helen Keller, ¿la mujer maravilla?

Hasta el 7 de abril

Teatro Valle-Inclán


Madrid –

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