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Centenario Marlon Brando: “¡Túmbalos, busca lo que nunca se ha hecho antes!”

Repasamos la vida y carrera del que fue, para muchos, el mejor actor de todos los tiempos y figura clave del cine del siglo XX


Nacido un 3 de abril de 1924, Brando es como Chaplin, Sinatra o Marilyn, un icono del siglo XX que podemos seguir disfrutando en el XXI. Su vida siempre estuvo marcada por la búsqueda del amor (tuvo incontables amantes) y la aceptación por culpa de una madre alcohólica y muy sensible a la que adoraba y un padre repugnante al que detestaba, un hombre brutal, bebedor, maltratador y aficionado a los burdeles.
En lo profesional, la búsqueda de la aceptación de Brando no tenía que ver con la celebridad, que odiaba (no acudió a recoger su Oscar por El padrino), sino con ser el mejor y sorprender al espectador con algo que no se había hecho antes. Y empezó observando a la gente en las calles de Nueva York. Miradas, movimientos, andares…

Por fortuna para los que amamos la interpretación, Brando y el método Stanislavski se encontraron en los años 40 y todo cambió. Más bien Stella Adler, su maestra, se topó con Stanislavski en Rusia. Adler se convirtió en su nueva madre y la primera que no lo ninguneó. “Eres grande y algún día hablarán de ti”, le aseguró. El método, desarrollado en el Actors Studio, fundado por Elia Kazan, cambió el teatro y el cine. La técnica de los nuevos actores, como Brando o Montgomery Clift, no se parecía en nada a la Spencer Tracy o James Stewart.

James Lipton, presentador del programa Inside the Actors Studio (emitido desde 1994 a 2016 y en el que muchos actores conocidos hablaron de sus técnicas ante estudiantes de interpretación) llamó en múltiples ocasiones a Brando, pero siempre le dio calabazas. Reacio al escaparate público y aquejado de un brutal sobrepeso, no quería saber nada de la televisión, aunque Lipton insistió año tras año y en una ocasión le dijo por teléfono: “Marlon, tú eres el actor que más he admirado en mi vida, el mejor. Y no solo lo digo por el cine, te vi en el teatro, Marlon, nadie ha hecho lo que tú hiciste”.

Lipton, un privilegiado por poder disfrutar de Brando sobre las tablas, recordó que al ver aparecer al joven actor pasó un tremendo apuro porque pensó que todo el teatro se iba a reír de él. Aquel chaval, de voz nasal y susurrante, hablaba con incómodos silencios, a veces se trababa, se rascaba el brazo, jugueteaba con algo en la mano… ¿Qué estaba pasando? No se había visto nada igual, interpretaba su texto como si saliera de él, como si antes de hablar pensara lo que iba a decir. Actuaba como hablamos todos, no recitaba el diálogo como un loro, que es lo que hacen los malos actores. Antes que delante de una cámara, Brando estaba revolucionando la actuación en un escenario.

Pero a diferencia de otros gigantes como Al Pacino, Dustin Hoffmann o Philip Seymour Hoffman, Brando no volvió a pisar un teatro. Se aburría, no soportaba repetir el texto una y otra vez. Y salió ganando el cine. Debutó con Hombres, un buen drama en el que interpretaba, de forma poderosa, a un excombatiente en silla de ruedas (ingresó, durante tres semanas, en un hospital de veteranos para preparar el personaje). Continuó con su gran primer papel en el cine (y que ya había interpretado en el teatro): el bruto Stanley Kowalski de Un tranvía llamado deseo, dirigida por Elia Kazan. El rodaje no empezó bien, Brando no soportaba los aires estirados de Vivien Leigh, pero pronto se hicieron amigos gracias a las perfectas y descacharrantes imitaciones de Brando del Enrique V del entonces marido de Leigh, Laurence Olivier. Además, Brando buscó inspiración para su odioso y burdo personaje recordando los gritos y las palizas de su padre.

Repitió con su maestro Kazan en la fabulosa ¡Viva zapata! y en La ley del silencio, una magnífica película, de un realismo inusitado para la época, pero que escondía una furtiva justificación de la delación que hizo Kazan a compañeros ante el Comité de Actividades Antiamericanas en plena caza de brujas. La película, por la que Brando ganó su primer Oscar, es hoy un clásico, pero cuando el actor la vio no le gustó su trabajo, algo que entristeció a Kazan. Los dos estaban muy distanciados tras el chivatazo ante el infame comité, jamás volvieron a ser amigos y la herida permaneció siempre abierta. Nada menos que 45 años después del rodaje de La ley del silencio, Karl Malden (que interpretó al padre Barry en la película) fue nombrado Presidente de la Academia de las Artes y las Ciencias Cinematográficas que entrega los Oscar y llamó a su amigo Marlon para invitarle a entregar a Kazan, su maestro, el Oscar honorífico. Tras una larga pausa, Brando, frío y distante, se limitó a decir: “No puedo entregarle un Oscar. Ese tipo fue un soplón”.

Tras su primer Oscar, Brando aumentó su peso físico (nunca pudo disimular su pasión por la comida, solo comparable con su hambre sexual), su peso en Hollywood (un gran caché) y también sus errores al aceptar proyectos fallidos como Desirée, Ellos y ellas, La casa de té de la luna de agosto o Sayonara, en cuyo rodaje Truman Capote visitó a Brando. El actor se abrió y le confesó aspectos de su vida que nadie conocía, como el devastador alcoholismo de su madre. El resultado fue El duque en sus dominios, un estupendo retrato para el New Yorker. Cuando lo leyó, Brando se sintió traicionado y llegó a decir, furibundo, que mataría a Capote.

Los sesenta para Brando significaron su implicación en la lucha por los derechos civiles de los negros y los nativos americanos y se inauguraron con su salto a la producción y la dirección con El rostro impenetrable y tras despedir al mismísimo Stanley Kubrick. Su única película como director es un inusual western con playa y con buenas ideas que no acaban de cristalizar. El filme, además, sufrió la desidia de Brando, que se acabó desinteresando por un trabajo tan duro y exigente como el de la dirección.
Sufrió la misma desidia, y muchos caprichos, el rodaje de Rebelión a bordo, con peleas con el director, Lewis Milestone, incluidas. Pero aquella vez Brando lo pagó muy caro. La prensa lo acusó de haber llevado a la Metro al borde de la quiebra y desde entonces se convirtió en un paria para los estudios. Y Brando cayó en desgracia. A partir de entonces, combinó anodinos trabajos en Su excelencia el embajador, Dos seductores, La condesa de Hong Kong, Candy (“La gran vergüenza de mi carrera”) o La noche del día siguiente con buenos trabajos en Morituri, Sierra prohibida, Reflejos en un ojo dorado y sobre todo en la magistral La jauría humana, en la que dio rienda suelta a una de sus especialidades: sufrir palizas. Brando siempre tuvo una vena masoquista y sintió predilección por los personajes que acaban apalizados o masacrados. Es el caso de ¡Viva Zapata!, La ley del silencio, Rebelión a bordo, La jauría humana, Reflejos en un ojo dorado o Los últimos juegos prohibidos.

Su mala racha cambió cuando Francis Ford Coppola llamó a la puerta de su mansión en Mulholland Drive. Como recordé y recreé en mi libro El hombre que podía hacer milagros, uno de los muchos milagros de la producción de El padrino se conoció como “El milagro de Mulholland”. Allí Brando recibió a Coppola y a un pequeño equipo de rodaje. Y se vistió, maquilló y empezó a hablar como Don Vito para convencer a los capos de Paramount de que él, y solo él, era el Don. “Vito es un buldog”, le dijo a Francis mientras empezaba a hablar con la voz rasgada del mafioso Frank Costello ante la cámara y la fascinación de Coppola y su equipo.

En el rodaje El padrino, por la que ganó su segundo Oscar, comenzó la fama de vago de Brando, las famosas chuletas (enormes cartulinas) en las que hacía que le escribiesen sus diálogos. Fue muy criticado por esta técnica que perfeccionó en otros rodajes y que Coppola, gran director de actores, defendió: “Brando procuraba no aprenderse el papel ni ensayarlo demasiado para que durante el rodaje la actuación sea como la vida misma y parezca que el personaje está pronunciando el diálogo por primera vez. Durante los rodajes de El padrino y Apocalypse Now a Marlon le gustaba decir: “No puede importarte o se te verá en la cara””.

Tras el monumental éxito de El padrino, Brando dio su mejor entrevista televisiva a Dick Cavett (el 12 de junio de 1973, está en Youtube, háganse un favor si no la conocen). En ella recordó que actuar no es gran cosa porque todo en la vida es actuación, actuamos para sobrevivir. En definitiva: todos interpretamos papeles, solo que algunas personas cobran por ello.

Tras sus magníficos trabajos en El último tango en París y en Apocalypse Now, la última vez que se entregó realmente ante la cámara, Brando decidió trabajar solo por cheques de muchos ceros, necesarios para cubrir los enormes gastos que le suponía su isla en Tetiaroa, que descubrió en el rodaje de Rebelión a bordo y compró en 1967. Y llegaron sus pequeñas, y muy bien pagadas, intervenciones en Superman, La fórmula, Una árida estación blanca, El novato, Cristóbal Colón: el descubrimiento, Don Juan DeMarco, La isla del Doctor Moreau, The Brave, Asalta como puedas y The Score.
Sus últimos años fueron muy tristes por culpa de su abandono físico y el suicidio de su hija Cheyenne, que se ahorcó tras la brutal depresión que sufrió desde que su hermanastro Christian asesinó a su novio.

Pero mejor quedarnos con su legado y volver a disfrutar de él en cada visionado. Porque Brando logró lo que pocos y fue un pionero sacudiéndonos con sus grandes interpretaciones. Y al final de sus días nos regaló esta reflexión que todo actor debería leer, recordar y transmitir: “Todo lo que hagas, hazlo vivo, tangible. Ponte en un estado mental distinto, conoce al personaje, pon el corazón en ello, por la noche piensa en ello, sueña con ello, despiértate siendo absorbido por ello. En la vida todo son rutinas y en el cine todo son clichés. Cuando un actor se para y la cámara con él sabes que va a dar el beso a la chica. Otra cosa era Jersey Joe Walcott, genial boxeador. Soltaba unos puñetazos y de repente ¡ZAS! Tenía el puño en la cara del adversario. Piensas que venía del suroeste y llega del noreste. Nunca te dejaba ver por dónde iba a atizarle. Nunca permitas que el público sepa por dónde vas a salir. Deja que llegue ese momento y déjalo volar. ¡Túmbalos, busca lo que nunca se ha hecho antes!”.


Madrid –

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