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El peligro de romantizar a la ‘guarimba’

Las guarimbas son protestas violentas de la oposición de ultraderecha que no logra llegar al poder por vía electoral y decide que puede intentar tomarlo por la fuerza


Si pasaste años avalando desde portavocías políticas y medios de comunicación los cambios violentos de “regímenes autoritarios” extranjeros, si te pegaste años colocando eufemismos a intentonas golpistas, desembarcos de mercenarios extranjeros o intentos de magnicidios para derrocar un gobierno extranjero que no es demasiado de tu gusto, si te la has pasado convirtiendo revueltas de ultraderechistas financiados y fuertemente armados en “protestas estudiantiles”, no te eches las manos a la cabeza cuando tu modus operandi se te vuelva en contra. Y va a pasar.

Los ultras locales tampoco son tontos y si tú avalas la mera posibilidad de que el poder en otro país puede ser perfectamente tomado por vías antidemocráticas si la electoral no funciona, llegará un momento en el que esas vías se exploren en tu propia casa.

Viendo lo que está pasando estos días en España, viendo cómo la derecha, derrotada en las urnas, explora otras vías, entre ellas la judicial, pues es difícil no acordarse de los últimos años de Venezuela y de las estrategias a las que recurrió su oposición de ultraderecha, avalada por los poderes globales, en su cruzada contra el gobierno bolivariano. Una de ellas han sido las guarimbas.

Gracias a un esfuerzo propagandístico internacional en el imaginario público las guarimbas y sus métodos de oponer resistencia al gobierno venezolano quedaron asentadas no como lo que son —violencia ultra, gratuita, con el objetivo de hacer tanto destrozo como sea necesario para derrocar al gobierno elegido electoralmente— sino como una digna manera de oponerse a sátrapas.

La realidad es mucho menos poética. Las guarimbas son protestas violentas de la oposición de ultraderecha que no logra llegar al poder por vía electoral y decide que puede intentar tomarlo por la fuerza. Esto es clave y es lo que caracteriza a la derecha venezolana (como Leopoldo López, asilado en España, o a Juan Guaidó, que luego de numerosos intentos de golpe de Estado se asentó en Miami): no es demócrata. Si los sectores populares la rechazan, pues desconoce los resultados de las elecciones, habla de fraude electoral, incita a sus seguidores a la violencia, invita a potencias extranjeras a intervenir militarmente su país, participa en intentos de magnicidios u organiza golpes.

Y así lleva, literalmente, 22 años. 22 años de intentar cambiar el régimen como sea. Uno de esos “como sea”, son, precisamente, las guarimbas, que no son protestas precisamente pacíficas. Ni siquiera son protestas: son trampas colocadas por toda la ciudad con la finalidad de herir a quien las pise. Se cierran arbitrariamente las calles con barricadas, se colocan alambres con púas de espino, algunas a la altura del cuello de los posibles motoristas que vayan a pasar, se derrama aceite por el pavimento, se colocan trampas en las aceras con clavos, se abren intencionadamente huecos de alcantarillas en las calles y avenidas… cualquiera que intente salir a la calle a desmontarlo recibe disparos o es agredido…

En 2014 esas ‘protestitas populares’, convocadas por Leopoldo López y aplaudidas por la gran mayoría de los medios locales, se cobraron la vida de 43 personas. La mayoría de ellos recibieron disparos en el rostro por intentar despejar las barricadas. Un motociclista quedó degollado porque lo atravesó uno de esos alambres que los manifestantes demócratas de la oposición venezolana estiraron en la carretera justito a la altura del cuello.

Y sí, puede que haya manifestantes legítimos en esas guarimbas, que haya gente con una legítima aspiración de protestar contra las decisiones del gobierno o contra la situación del país. Pero se ven arrastrados por una estrategia ideada con otras intenciones muy distintas: la de ganarse por la fuerza y a través de la violencia lo que no se consiguió ganar en las urnas.

Esa estrategia también incluye otros métodos: prender fuego a edificios gubernamentales, escuelas, hospitales, transporte público, o, si se presta, a un convoy de ayuda humanitaria… que es lo que sucedió en 2019 en la frontera de Cúcuta. Lo quemaron unos opositores, según demostró una investigación de NYT, pero las imágenes les vinieron muy bien a unos cuantos medios, políticos e influencers para culpar al tirano de “incendiar la comida mientras miles mueren de hambre por su culpa”.

En todos esos años de protestas y enfrentamientos entre el chavismo y la oposición en las calles hubo muertos por impactos de bombas lacrimógenas que dispara la policía bolivariana… algunos reconocidos por el gobierno y otros que el oficialismo ha estado un tiempo negando. Pero en el caso de la guarimba atribuirle al gobierno tiránico las víctimas formó parte del plan. El sentido mismo de la guarimba era provocar todo el destrozo y daño posible para endosarlo al oficialismo.

Según la mayor parte de los datos que ahora sabemos, la guarimba no es más que la rebelión de la oligarquía, promovida, financiada por los ricos ‘del valle’ venezolano, muy amigos del establishment español, que les ha estado lavando la cara durante años, hicieran lo que hicieran y planteasen lo que planteasen. Su objetivo siempre ha sido lo que ellos denominan “La Salida”: la renuncia del jefe de Estado, primero de Chávez, luego de Maduro.

Como cuentan con el respaldo mediático universal, pues se les ha romantizado, y presentado como abanderados de la libertad y de la democracia. En un abrir y cerrar los ojos la “guarimba” se convirtió en los grande medios en una protesta estudiantil de una oposición dialogante pero empujada a tomar las calles por un gobierno dictatorial.

En Latinoamérica muchos saben lo que son en la realidad: niños de familias históricamente ricas que llevan años realizando llamados públicos a la violencia en las calles, participando en golpes de estado, como la operación Gedeón en 2019, avalando atentados como el intento de magnicidio en 2018, sin afrontar demasiadas consecuencias por ello y acostumbrados a recibir de sus amistades internacionales poco más que palmaditas en la espalda y a veces premios por defender “la libertad”.

Y luego de años estrechándole la mano al ultraje ordinario caribeño y presentándolo como libertadores del yugo tiránico, pues que no nos sorprenda que el ultraje ordinario local piense que las formas del ultraje caribeño podrían funcionar aquí.

Aquello nunca fue tan simple como se vendió: la dicotomía de la dictadura chavista contra los heróicos ‘freedom fighters’. Muchos de los heróicos freedom fighters tenían peligrosas similitudes con los energúmenos que ayer cantaban Cara al Sol, igual que las tenían con los que tomaron el Congreso de EEUU o las instituciones brasileñas y a ellos nunca se les blanqueó la cara, salvo en la prensa más ultra y echada al monte. Para evitar que prosperen aquí, no alcanza con denunciarlos aquí: hay que aprender a reconocerlos más allá de tus fronteras, incluso si “más allá” se oponen a regímenes que no te gustan.

Hay que dejar de lavarle la cara al fascismo en función de su procedencia y en función de sus enemigos. Sus enemigos deberíamos de ser todos. Y lo que está claro es que no van a andarse con medias tintas con nosotras si en algún caso llegan a conseguir sus objetivos, la historia nos lo deja bastante claro. Tanto a nosotras como a los pueblos latinoamericanos.


Este texto es una adaptación del análisis de Inna Afinogenova en La Base, pueden ver el vídeo aquí:

Madrid –

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