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Josep Oliu, presidente de Banco Sabadell

El presidente de Banco Sabadell, Josep Oliu — Joaquín P.Reina / Europa Press / ContactoPhoto

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

El sistema político no es autónomo, sino que traduce a nivel institucional una distribución desigual del poder social, económico y cultural


Cada vez más analistas advierten que la política española deja entrever una suerte de restauración bipartidista. La Gran Recesión y la claudicación del Gobierno de Zapatero ante la troika y la presión de los mercados, entre otros factores, provocaron la irrupción del movimiento 15-M en mayo de 2011, un estallido social que politizó a nuevos sectores de la sociedad. Cuando parecía que ese fulgor no iba a tener una traducción política en el sistema de partidos, en 2014 surgió Podemos, que puso fin al bipartidismo y en 2019 logró materializar el primer Gobierno de coalición del actual sistema constitucional. ¿Cómo es posible que ahora se vislumbre el retorno del bipartidismo?

Siempre es necesario mirar atrás para comprender el presente y encarar los retos del futuro. Son muchas y diversas las causas que han provocado la situación actual, caracterizada por un Gobierno de coalición más bien “monocolor” y el protagonismo mediático de PP y PSOE en torno a la corrupción. Los analistas y científicos políticos del establishment suelen explicar los fenómenos políticos en virtud del desempeño de los partidos. Según esta perspectiva, la política goza de autonomía y conforma un sistema propio en el que el éxito y el fracaso dependen de las estrategias que adoptan los partidos en función de circunstancias cambiantes. Pero esta forma de explicarlo todo sirve para poco. El sistema político es solo una ficción. En realidad, las sociedades complejas se dividen en grupos o clases sociales que tienen intereses contrapuestos, poseen recursos desiguales y operan de muy diversas formas para condicionar los resultados de la política institucional.

En España, además, lo político tiende a analizarse en términos locales, como si no existieran las relaciones internacionales y los contextos geopolíticos. Recordemos que, aunque el 15-M fue una de las experiencias más impactantes, los movimientos democratizadores frente a los efectos de la Gran Recesión tuvieron lugar en más países.

Pues bien, el retorno de facto al bipartidismo y el debilitamiento de la izquierda transformadora en España, así como la derechización del tablero político en tantos otros países, son el resultado de una reacción coordinada de las élites o clases dominantes a escala internacional. Estas reacciones organizadas no son infrecuentes. Un buen ejemplo es el denominado Memorando confidencial: ataque al sistema americano de libre empresa, documento al que a veces se ha considerado como el acta fundacional del neoliberalismo. El texto, elaborado por quien luego sería miembro del Tribunal Supremo de Estados Unidos, Lewis F. Powell, fue remitido a la Cámara de Comercio estadounidense con la finalidad se sentar las bases programáticas para fortalecer el poder empresarial frente a impulsos democráticos anteriores.

Desconozco si hay algún texto emblemático en los últimos años, pero es evidente que las élites han reaccionado a gran escala para imponer sus intereses ante el riesgo democratizador. Quizás fue Grecia la primera víctima, cuando la Unión Europea de los mercaderes pergeñó un ataque antidemocrático frente a la esperanza que representaba Syriza. Detrás venía Podemos.

Por si fuera poco, en España, el poder político privado llevó a cabo todo tipo de estrategias para contrarrestar el auge electoral de Podemos. Los medios de comunicación ―propiedad de grandes empresas― pasaron a la ofensiva y, en colaboración con amplios sectores del Estado profundo, fabricaron una infinidad de casos de lawfare que provocaron un paulatino desgaste electoral de la formación morada. Además, los poderes económicos y mediáticos idearon un “Podemos de derechas”, según la ya célebre expresión del presidente del Banco Sabadell en junio de 2014: la herramienta disponible en aquellos momentos para adulterar el sistema de partidos se llamaba Ciudadanos. Y, cuando fue necesario, el PSOE se podemizó coyunturalmente en apariencia, como demuestra la victoria interna del entonces defenestrado Pedro Sánchez en 2017 y la posterior normalización de su figura política por parte de la progresía mediática.

Por supuesto, cuando las élites económicas desean poner freno a los movimientos democratizadores en contextos de incertidumbre, los fascismos son el instrumento más eficaz. El apogeo de Vox puede tener alguna especificidad española, pero se enmarca en la dinámica de ascenso de la llamada nueva derecha internacional. Aunque buena parte de lo que Vox representa se hallaba plenamente integrado en el PP (cosas de la normalidad democrática española), la presencia institucional y mediática de un partido de extrema derecha indefectiblemente derechiza el eje ideológico de la política y compele a los sectores progresistas a asumir ciertas posiciones conservadoras. Cuando la extrema derecha haya cumplido el rol reactivo coyuntural que tiene asignado, su protagonismo irá menguando en favor de una lógica política bipartidista (es posible que ya lo podamos atisbar).

El lawfare contra Podemos y la derechización del tablero político producen otro efecto útil para las élites económicas: la domesticación de la izquierda. Los poderes económicos y mediáticos se han encargado de favorecer y premiar las escisiones de Podemos, pero también de reducir la ambición discursiva y programática de los sectores progresistas. Ojalá no fuera así, pero Sumar es el nombre de un proceso de claudicación ideológica estimulado por las élites económicas. El fenómeno tampoco es nuevo (piénsese, en España, en las operaciones de Suresnes o de la Nueva Izquierda frente a Anguita).

Así es como hemos llegado hasta aquí. Es evidente que la autocrítica siempre ayudará a mejorar el funcionamiento de cualquier iniciativa colectiva, pero debemos ser conscientes de que los errores propios no han sido determinantes. Las personas interesadas en lograr avances democráticos en justicia social, ambiental o de género deben ser conscientes de que el sistema político no es autónomo, sino que traduce a nivel institucional una distribución desigual del poder social, económico y cultural. Esta constatación no debe llevar a la parálisis: la historia demuestra que las clases populares pueden doblegar a las élites y avanzar en derechos. Nada está escrito. En buena medida, la reconciliación y reactivación de las izquierdas pasa por asumir la dificultad de los objetivos políticos y la necesidad de no claudicar ante las trampas que plantea el adversario. Debatir las mejores estrategias políticas y comunicativas debe ser compatible con una práctica política basada en la pedagogía, la valentía y la lealtad a un proyecto emancipador común. Los problemas que enfrentamos son de alcance civilizatorio (guerras, colapso ambiental, la amenaza de una reacción machista global, etc.) y no existen atajos: la verdad es un arma cargada de futuro.


Madrid –

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Editorial

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