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Benjamin Netanyahu y Joe Biden

2023, annus horribilis para el Derecho internacional

La sentencia del Tribunal de Núremberg contra la cúpula del nazismo del 30 de septiembre de 1946 sirvió de base y abrió nuevos caminos para el derecho internacional posterior


El 2023 pasará sin duda a la historia como un año negro. Tantos son los motivos que un analista internacional, poco dado a la exageración en sus comentarios, hablaba de una “crisis civilizatoria existencial global” en uno de sus últimos artículos. En este artículo, su autor, tras calificar de “momento trágico” la apertura de la 78ª sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas, hacía un diagnóstico exhaustivo de la gravedad de la situación internacional. En el epígrafe sobre las crisis geopolíticas, se afirmaba en este texto que “la guerra de Ucrania, resultado de la invasión rusa —aunque viniese precedida de la expansión de la OTAN, la revuelta del Maidan, la guerra del Donbás y la anexión rusa de Crimea en 2014— supone un cuestionamiento de los principios de la Carta de Naciones Unidas, de los mecanismos de medicación multilaterales (el proceso de Minsk) y del equilibrio geopolítico entre las grandes potencias, además de la amenaza de utilización de armas nucleares”.

Quien esto escribe tiene muy poco —en realidad, nada— a enmendar del artículo citado, pero también cree que conviene precisar que este cuestionamiento de los principios de la Carta de Naciones Unidas no es por desgracia una novedad, y que la primera grieta de importancia en el orden internacional de posguerra la causaron los Estados Unidos de América y sus aliados con el bombardeo de la OTAN a Yugoslavia en 1999. Como escribí en un artículo para El Salto con motivo del vigésimo aniversario de aquellos hechos, la OTAN llevó a cabo el bombardeo sin contar con una autorización del Consejo de Seguridad de la ONU, por lo que puede considerarse, en arreglo a la Carta de las Naciones Unidas, como una agresión contra un Estado soberano. En este sentido, cabe recordar que la sentencia del Tribunal de Núremberg contra la cúpula del nazismo del 30 de septiembre de 1946, que sirvió de base para el derecho internacional posterior, afirma que “iniciar una guerra de agresión, en consecuencia, no sólo es un crimen internacional, sino que es el crimen internacional supremo, que se diferencia de los otros crímenes de guerra en que contiene, en sí mismo, el mal acumulado de todos ellos”. 

Tres años después de la sentencia del Tribunal de Núremberg, otro fallo judicial, en este caso de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), rechazó el argumento del “derecho de intervención” —posteriormente esgrimido por EEUU y otros países aludiendo a supuestos fines humanitarios— sobre el canal de Corfú en un conflicto territorial que enfrentó al Reino Unido con la República Popular de Albania después de que, tras varios incidentes entre buques de la Royal Navy y la Marina albana, los británicos llevasen a cabo una operación en aguas territoriales albanas para dragar minas sin autorización de Tirana. Por citar de nuevo aquel artículo:

En su sentencia, los magistrados del CIJ rechazaron la línea de defensa británica al considerar “el supuesto derecho de intervención exclusivamente como manifestación de una política de fuerza como las que en el pasado han dado pie a los más graves abusos y, en consecuencia, no puede, cualesquiera sean los defectos actuales en la organización internacional, encontrar lugar en la legislación internacional”. Según la CIJ, “la intervención es acaso aún menos admisible en la forma particular que asumiría aquí, pues, por la naturaleza de los hechos, quedaría reservada a los estados más poderosos y conduciría fácilmente a la perversión de la justicia internacional misma. El representante de Reino Unido, en su documento de respuesta, ha clasificado la Operación Retail como un método de autoprotección o autodefensa. La Corte no puede aceptar tampoco esta defensa”. La sentencia de la CIJ de 1949 sirvió de base para el juicio que enfrentó a Nicaragua contra EEUU en 1986 tanto por el apoyo estadounidense a la Contra como por haber colocado minas en sus aguas territoriales y haber violado su espacio aéreo.

Casi 75 años después de la sentencia del CIJ, hoy vivimos en esa “perversión de la justicia internacional misma”. La elite política y económica rusa, siempre atenta a las acciones de su rival histórico, aprendió las lecciones de las intervenciones militares estadounidenses en los Balcanes e Irak para aplicarlas en Ucrania. En menos de dos años hemos sido testigos de cómo se ha intentado resolver de esa forma “aún menos admisible”, puesto que “quedaría reservada a los estados más poderosos”, varios conflictos en lo que en inglés se conoce como flashpoints (puntos de inflamabilidad) geopolíticos: Ucrania, Nagorno Karabaj y Palestina. Ha habido ruido de sables en torno a Taiwan y en la frontera con Kosovo. Quién sabe qué otras potencias pueden sentirse tentadas a recurrir al uso de la fuerza para dirimir conflictos territoriales teniendo en cuenta la debilidad manifiesta de la arquitectura legal internacional de posguerra. En el momento de escribir estas líneas, Azerbaiyán amaga con ocupar la provincia armenia de Syunik, en el ​Sur del país, para hacer efectivo el llamado “corredor de Zangezur” y unir el exclave de Najicheván con el territorio azerbaiyano. El mundo parece hoy un lugar mucho menos seguro de lo que ya lo era, y la inmediatez de las redes sociales únicamente refuerza esta idea.

En este contexto, el “orden internacional basado en normas” que defienden Washington y Bruselas es, evidentemente, una charada para entretenimiento académico. La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, puede condenar a Moscú por el uso de la fuerza contra su vecino y lamentar la dependencia energética de Rusia así como sus carencias democráticas para, semanas después, firmar un acuerdo con Azerbaiyán, de la que puede decirse exactamente lo mismo. Von der Leyen puede calificar el bombardeo de estaciones de generación eléctrica en Ucrania de “crimen de guerra” y “terrorismo” y, meses después, manifestar su apoyo inquebrantable a Israel, del que no se ha apartado incluso cuando el gobierno israelí ordenó cortar la electricidad, el gas y el agua a Gaza, así como impedir la entrada de alimentos —lo que constituye un castigo colectivo de acuerdo con el artículo 33 de la Convención de Ginebra—, una medida que el ministro de Defensa israelí, Yoav Galant, justificó por estar combatiendo a “animales humanos”.

​El 10 de octubre la presidenta de la Comisión Europea se reunió con el primer ministro marroquí, Aziz Akhannouch, para reforzar su asociación estratégica. El Alto Representante de Asuntos Exteriores de la Unión Europea, Josep Borrell, se deshizo a su vez en elogios hacia Marruecos: “En la Unión Europea vemos a Marruecos como un socio fiable, es nuestro aliado más dinámico y próximo”. La cuestión del Sahara occidental ya no está sobre la mesa. Ya nadie habla de Turquía, que vulnera la soberanía no de un país, sino de tres (Chipre, Siria e Irak) a un mismo tiempo, pero que ha conseguido, a pesar de sus problemas internos, proyectar su influencia en la región y convertirse en un actor imprescindible, y, en consecuencia, inmune a las críticas occidentales.

En el año en que el estreno de Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023) ha servido para reanimar el debate sobre el uso de la energía nuclear y sus riesgos, la situación internacional no invita precisamente al optimismo

Proliferación nuclear

En el año en que el estreno de Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023) ha servido para reanimar el debate sobre el uso de la energía nuclear y sus riesgos, la situación internacional no invita precisamente al optimismo. Si el año comenzaba con el adelanto del Reloj del Apocalipsis del Boletín de Científicos Atómicos a 90 segundos antes de la medianoche, de acuerdo con datos del Instituto Internacional para la Paz de Estocolmo (SIPRI), los estados han aumentado las inversiones en sus arsenales nucleares a medida que se deteriora la situación internacional: “Estados Unidos, Rusia, Reino Unido, Francia, China, India, Pakistán, la República Popular Democrática de Corea (Corea del Norte) e Israel”, asegura el informe, “continuaron modernizando sus arsenales nucleares y varios de ellos desplegaron nuevos sistemas de armas nucleares o con capacidad nuclear en 2022”. “Del inventario mundial total de unas 12.512 cabezas nucleares en enero de 2023”, continúa el documento, “alrededor de 9.576 se encontraban en arsenales militares para su uso potencial, 86 más que en enero de 2022”.

El desencadenante de este deterioro ha sido la retirada de Estados Unidos de varios tratados internacionales, que ha llevado automáticamente a la de Rusia después. Así, Washington se retiró del Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM) en 2002, del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Rango Intermedio (INF) en 2019, y del Tratado de Cielos Abiertos en 2020. En medio de una creciente tensión con lo que en Rusia se conoce como “Occidente ampliado”, el presidente ruso, Vladímir Putin, anunció durante el encuentro anual del Club Valdái que las pruebas del misil de crucero estratégico Burevéstnik —que funciona con combustible nuclear y es capaz de transportar una carga nuclear— habían concluido con éxito, y que Rusia se planteaba volver a realizar pruebas de armamento nuclear por primera vez en más de tres décadas. Tras el discurso de Putin, el portavoz de la Duma, Viacheslav Volodin, avanzó la semana pasada que la cámara iniciaría los trámites para revocar su ratificación del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTBT). Según Volodin, la revocación reflejaría así la posición de EEUU, que ha firmado este acuerdo pero no lo ha ratificado. “Hemos estado esperando 23 años a que Washington ratificase el acuerdo, ¿esto qué es?”, declaró el portavoz de la Duma, “dobles estándares, engaños y un comportamiento irresponsable: no puede llamárselo de otro modo.” Los cortafuegos a un conflicto nuclear desaparecen asígradualmente, repletos de maleza diplomática.

El segundo secretario general de la ONU, Dag Hammarskjöld, afirmó en un discurso en Berkeley en 1954 que “Naciones Unidas no fue creada para traernos el cielo, sino para salvarnos del infierno”. Casi 70 años después, António Guterres afirmaba sombríamente que “la humanidad ha abierto las puertas del infierno”. Como afirmaba Gustavo Buster en el texto citado al comienzo de este artículo:

El punto de arranque es peor para el conjunto de la Humanidad, pero los retos en la segunda década del siglo XXI siguen siendo existenciales. Si para 2030 no se ha logrado reducir la pobreza extrema, reformar sustancialmente el sistema financiero internacional, hacer la transición justa hacia una economía de los cuidados y verde, el sistema multilateral y buena parte de las instituciones estatales nacionales se desmoronarán en una erosión sin precedentes de la legitimidad social. Y sin estos instrumentos imprescindibles para reducir el ascenso medio de las temperaturas a 1,5 Cº —y las predicciones actuales son de 2,8 Cº— las consecuencias serán prácticamente incontrolables e ingestionables políticamente, arrastrando al conjunto de la Humanidad en un bucle reaccionario y en una crisis civilizatoria cuyo último precedente fue la del siglo XVII, con la llamada “pequeña glaciación” y las respuestas políticas que provocó.

El reto está planteado. El fantasma del colapso de la Liga de las Naciones vuelve a hacer acto de presencia como advertencia a sus herederos. Sea como fuere, el reto se tratará, setenta años después del discurso de Hammarskjöld, en la Cumbre de Futuro que se celebrará en septiembre de 2024 y que aspira a culminar en un pacto de futuro en el que los estados se comprometan a acelerar los objetivos de desarrollo sostenible (SDG) y promover un multilateralismo efectivo. En palabras del propio Guterres, se trata de una cuestión de “reforma o ruptura”.


Madrid –

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